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RENOVANDO LA ESPERANZA, BUSCANDO JUSTICIA

Conferencia Nacional de Migración 28 de julio, 2008 Washington, DC

Me gustaría hablar con ustedes esta tarde acerca de la decisión que nuestra nación está enfrentando sobre la inmigración a este país, y cómo la Iglesia –y aquellos de ustedes que ayudan a llevar a cabo sus buenos trabajos– pueden ayudar a nuestra nación a seguir la senda correcta.

Estamos en un momento de oscuridad en la historia de nuestra nación, en lo que se refiere a los inmigrantes, los refugiados y los recién llegados a nuestra tierra. El fracaso de una legislación para la reforma de inmigración comprensiva hace precisamente más de un año, alentó a algunos de nuestros oficiales electos a llevar a cabo una actitud punitiva, utilizando la aplicación de la ley tanto como una política de inmigración como una herramienta política.

Como muchos de ustedes saben por su trabajo, nosotros y los inmigrantes a quienes servimos, están enfrentando redadas, acciones de implementación de la ley a nivel local y estatal, intensificación de medidas en la frontera y la construcción de una muralla fronteriza, así como prolongadas detenciones, todo esto a un gran costo humano y financiero. Estas políticas de implementación de la ley, han llevado en muchos casos, a la separación de familias, al acoso y maltrato de ciudadanos de Estados Unidos y de residentes legales, al uso extendido de la detención de aquéllos que no constituyen un riesgo o un peligro y, trágicamente, a las muertes en el desierto de Estados Unidos.

También hemos visto intentos de reprimir la misión de la Iglesia mediante propuestas de criminalizar a aquéllos que se esfuerzan por servir las necesidades básicas de los inmigrantes. El valor de un ser humano está definido por la dignidad que le ha dado Dios, no por los papeles que lleva consigo.

Estos son los ingredientes de una receta conocida como deportación por desgaste: Su meta es crear una atmósfera tan peligrosa y tan inhospitalaria, que esos inmigrantes y sus familias dejan los Estados Unidos porque no tienen otra opción. Esos diferentes esfuerzos han llevado al miedo en nuestras comunidades inmigrantes y a la creación de una atmósfera negativa en contra de todos los inmigrantes, avivando las llamas de la intolerancia, la xenofobia y, a veces, el fanatismo. Y, como hemos visto, esos esfuerzos punitivos no han resuelto el desafío de la inmigración ilegal en nuestro país. Ellos no son la respuesta a nuestro deshecho sistema de inmigración. Tal política nacional está condenada al fracaso porque desestima el espíritu humano, el espíritu de esperanza que celebramos en esta reunión.

Sin embargo las políticas de implementación de la ley no se han limitado al área de inmigración. En el área de protección a los refugiados, hemos visto una retirada del papel tradicional de América de proporcionar santuario a los que huyen de la persecución. El número de los refugiados admitidos a los Estados Unidos ha caído drásticamente desde 9/11, a pesar de la implementación de precauciones de seguridad onerosas.

El cargo de proporcionar “apoyo material” a grupos en las listas de terror de U.S. ha negado a los refugiados bona fide (en buena fe) entrar en nuestro país para estar a salvo de sus perseguidores. Al llegar a nuestras costas, los que llegan buscando asilo desde todo el mundo, se enfrentan a ser detenidos o a ser regresados inmediatamente a sus hostigadores bajo una política de remoción expedita, Nosotros vemos esto de manera más prominente en el caso de los haitianos, pero también están siendo afectados otros grupos.

En el área del tráfico humano, nuestra nación ha hecho progresos importantes, pero todavía hay mucho más por hacer. Demasiadas víctimas, especialmente niños, todavía tienen que ser descubiertos y se les tiene que ofrecer el cuidado y la protección que merecen.

Aún la habilidad histórica de nuestra nación de integrar a los recién llegados en la sociedad norteamericana, rápidamente y en grandes números –el sello distintivo de nuestra república– está en serio peligro. Altos costos en las aplicaciones y largos tiempos de espera están haciendo que la ciudadanía sea inalcanzable para muchos americanos potenciales.

Me doy cuenta de que estoy pintando una imagen algo sombría, pero no todo está perdido. Nosotros tenemos la oportunidad, un largo compromiso histórico, y las habilidades necesarias para ayudar a revertir esos acontecimientos desafortunados y mejorar –y en algunos casos reformar– esas políticas. Yo creo que la cuestión para nuestra Iglesia y para otros de buena voluntad, y la cuestión para todos nosotros en esta conferencia es, ¿Cómo? ¿Cómo puede la Iglesia reelaborar el debate sobre la inmigración en este país? ¿Qué pasos debemos dar, como comunidad de fe, para garantizar que los derechos de los inmigrantes, de los refugiados y otros recién llegados, continúen siendo protegidos en los Estados Unidos de América?

Al abordar estas cuestiones, quisiera enfocarme en “renovar la esperanza”, parte del tema de nuestra reunión. Este es un tema que es recurrente en nuestro ministerio con los inmigrantes, que arriesgan sus vidas con la esperanza de lograr una vida mejor. Esto se puede ver en los ojos de los inmigrantes que viajan por nuestra tierra, los refugiados preparándose para el reasentamiento, la víctima de tráfico que ha sido rescatada, o el residente permanente haciendo el juramento de ciudadanía. Esto fue visto y realizado por los primeros inmigrantes que llegaron a Ellis Island.

El corazón del Acta de Inmigración es un acta de esperanza, un acta para una vida mejor, más conveniente para la dignidad humana, es posible para el(la) inmigrante y su familia. Es esperanzadora en el sentido de que los inmigrantes, al darse ellos mismos a otros, llegan a ser lo que Dios les llama a ser. La mayoría de los inmigrantes son personas que se sacrifican a sí mismos, cuyo compromiso con valores como fe, familia y trabajo pueden ayudar a evangelizar una cultura y a individuos que no siempre los tratan como plenamente humanos.

La palabra “esperanza” resuena entre los aquí reunidos esta semana, y nos proporciona una luz guía en nuestro viaje actual con el inmigrante. El tema de la conferencia “Renovando Esperanza, Buscando Justicia” establece apropiadamente el tono de nuestra reunión. El punto de referencia, la carta pastoral de los obispos de E.U. y de México, “No más extranjeros: Juntos en la Jornada de Esperanza” nos ofrece un marco de referencia para llenar la esperanza de los inmigrantes y sus familias. Nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, nos ha recordado –tanto en su encíclica Spe Salvi (“Salvados por la Esperanza”) y en el tema de su reciente visita apostólica a nuestro país “Cristo nuestra Esperanza”– que la esperanza es central para la vida de la Iglesia.

Verdaderamente, nuestra esperanza última descansa en la vida, las palabras y las obras de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Él es el que nos da la fuerza para continuar nuestra lucha.

La vida de Cristo nos proporciona la guía que necesitamos para responder a los migrantes en Su nombre, aun frente al criticismo de nuestras acciones y esfuerzos. Verdaderamente, mientras que Cristo mismo en la tierra fue un predicador itinerante, “sin lugar para descansar su cabeza” (Mateo 8,20), Jesús, María y José fueron refugiados, huyendo del terror de Herodes en Egipto.

En el evangelio de Mateo, Jesús nos enseña a “acoger al extranjero” porque “cualquier cosa que ustedes hicieron por esos hermanos míos, ustedes lo hicieron por mí” (Mateo 25, 40). Este es quizá el pasaje central del evangelio que guía el trabajo y la enseñanza de la Iglesia hacia el inmigrante. Pero nosotros también encontramos verdad en cómo Cristo interactuó con otros, particularmente con aquéllos que no eran bienvenidos en la sociedad o que eran rechazados y puestos al margen de los sistemas sociales, políticos y económicos de su tiempo.

En el evangelio de Juan, Jesús encuentra a la mujer samaritana en el pozo (Jn 4, 4-42). Como ustedes saben, los samaritanos eran considerados una clase inferior en Judea, personas con las cuales muchos judíos no se asociaban. Y las mujeres eran consideradas lo más bajo en la escala social. Así, al simpatizar con la mujer, Jesús estaba realizando un acto de transformación, en el cual las normas sociales equivocadas y las diferencias étnicas fueron puestas de lado para hacer espacio a una nueva ley, la ley de Dios, en la cual todos somos hermanos y hermanas en Cristo. La mujer samaritana está tan conmovida que proclama que ha encontrado al Mesías. Nosotros podemos aprender de la vida de Cristo aquí. Como Él, nosotros vamos a acoger al extranjero de otra tierra, y al hacerlo así, vamos a propagar el amor de Cristo y a ayudar a transformar el mundo.

Pero Jesús también llegó a las autoridades del gobierno: Llamó a los recaudadores de impuestos, como Zaqueo, y Mateo lo siguió; resucitó de la muerte a la hija del soldado romano, y perdonó a los que lo clavaron en la cruz. Así, también nosotros debemos llegar a nuestras autoridades de gobierno –legislativas y administrativas– involucradas en el proceso de migración, y trabajar por el entendimiento mutuo y la reconciliación.

En su encíclica Spe Salvi, nuestro Santo Padre habla del significado de la esperanza, nacer en Cristo, y cómo la esperanza cristiana se realiza mediante la perseverancia y la acción, pero no sin sufrimiento. Su mensaje es aplicable a la lucha que el inmigrante –así como la Iglesia acogiendo al inmigrante– enfrenta hoy.

En su encíclica, el Santo Padre señala la presencia del sufrimiento en el mundo –a causa de nuestro pecado– y cómo debemos expresar esperanza trabajando por la justicia y la reducción del sufrimiento. “Esto es, sin embargo, esperanza –no todavía cumplimiento–; esperanza que nos da el valor para colocarnos nosotros mismos del lado del bien, aun en situaciones de desesperanza, conscientes de que, en lo que al curso externo de la historia se refiere, el poder del pecado continuará siendo una terrible presencia” (Spe Salvi no. 36). Así, en esos días de implementación de las redadas y de sentimiento antiinmigrante en nuestra nación, nosotros no debemos dejarnos turbar ni desanimar por el sufrimiento y la injusticia que vemos, sino fortalecernos a nosotros mismos para aliviarlos y para encontrar la esperanza que nos lleve adelante.

Consecuentemente, esperanza supone acción. El Santo Padre continúa: “Toda conducta humana seria y recta, es esperanza en acción. Esto es así, antes que todo en el sentido de que nosotros, de ese modo tratamos de realizar nuestras pequeñas y grandes esperanzas, para terminar ésta o aquella tarea que es importante para llevar nuestra jornada hacia adelante, o nosotros trabajamos hacia un mundo más humano y más brillante para abrir puertas en el futuro” (Spe Salvi, no. 35)

Por consiguiente, la esperanza no es desear algo sin trabajar por ello. En el contexto de nuestra lucha actual, debemos continuar trabajando para realizar la esperanza de un sistema protector de inmigración y de refugio más justo, o como el Santo Padre dice, “un mundo más brillante y más humano”. Al “buscar justicia”, la segunda parte del tema de nuestra conferencia, nosotros ayudamos a que esta realidad se produzca.

A fin de que la esperanza se realice plenamente, sin embargo, nosotros debemos tener fe –fe en Dios, pero también fe en nuestros mejores esfuerzos–. Como el Santo Padre señala al comienzo de su encíclica, esperanza es fe; fe es esperanza. A pesar de los ataques en nuestra posición y a aquéllos a los que servimos, no debemos perder la fe en la rectitud de nuestra causa y de nuestro servicio a nuestros hermanos y hermanas inmigrantes. La Iglesia debe seguir siendo una voz profética en una jungla cada vez más y más hostil, defendiendo su mandato, dado por Cristo, de acoger al extranjero.

Este es el por qué del tema de la Conferencia Nacional de Migración, 2008 –“Renovando la esperanza. Buscando Justicia” – capta tan bien en dónde debemos enfocarnos en nuestra reunión. Él incorpora la acción necesaria “buscando justicia”, para realizar nuestra renovada esperanza de cambiar nuestro sistema de inmigración así como la vida de millones de seres humanos como nosotros, y de generaciones por venir.

Pero, ¿Cómo hacemos lo que ustedes piden? ¿Qué debe hacer la Iglesia –qué debemos ustedes y yo– hacer para cambiar la situación actual para mejorar?

Permítanme ofrecer algunas sugerencias:

Primero, debemos hablar claramente y con frecuencia, a los inmigrantes y refugiados que están en nuestro medio o que están viniendo a nuestro país: ustedes pueden contar con la Iglesia Católica Romana, para permanecer con ustedes y para caminar con ustedes en su jornada hacia una situación legal en los Estados Unidos –algo que hemos hecho década tras década, siglo tras siglo, desde la fundación de nuestro país–. Ustedes pueden contar con nosotros para trabajar incansablemente para asegurar que los derechos que Dios les ha dado como seres humanos, están garantizados y protegidos. Nuestros hermanos y hermanas inmigrantes: nosotros no permitiremos que una retórica fogosa destruya nuestro compromiso con ustedes.

Segundo, debemos mantener la obligación de rendir cuentas para aquéllos que piden nuestros votos en noviembre. Debemos insistir en que ellos esbocen un plan humano para reformar nuestras leyes de inmigración. Que se abstengan de demagogias y de retórica antiinmigrante, y que eduquen a los votantes sobre la necesidad de reparar un sistema deshecho.

Yo hago un llamado a los dos candidatos presidenciales –senador John McCain y senador Barack Obama– a comprometerse en una discusión civil sobre cómo debemos reformar las leyes de inmigración de nuestra nación, en una manera justa y humana. Yo los invito a recordar a todos los americanos de nuestra maravillosa historia inmigrante, y cómo los inmigrantes han ayudado a hacer esta nación grande. Yo les invito a prometer hacer de la reforma migratoria comprensiva, una de sus principales prioridades al comienzo de 2009, y de trabajar con el Congreso para promulgarla.

Tercero, debemos cambiar las actitudes hacia los inmigrantes mediante una educación en curso. Muchos de los que no acogen a los inmigrantes y trabajan en contra de la reforma de inmigración, son católicos. Debemos cambiar sus corazones y dirigir sus malentendidos y sus miedos. Debemos hacer un esfuerzo renovado a través de la campaña Justicia para los Inmigrantes, para educar a los católicos y a otros sobre las realidades de la inmigración. Educar a los católicos y a otros, evitará que hagan de los inmigrantes chivos expiatorios o que se use una retórica áspera en contra de ellos.

Cuarto, debemos continuar proporcionando cuidado pastoral y servicios sociales, incluyendo asistencia legal, a los inmigrantes y sus familias. La Iglesia es el primer, y a veces el último refugio para los recién llegados, muchos de los cuales son católicos. Los migrantes y sus familias deben estar concientes de que la Iglesia satisfacerá sus necesidades materiales y espirituales, no importa de dónde provengan ellos en su jornada migratoria. No debemos permitir ataques sobre la misión de la Iglesia hacia los inmigrantes –en la forma de propuestas legislativas o retórica– que nos desanime.

Quinto, debemos trabajar hacia la reforma de las leyes que impactan a los migrantes, los inmigrantes y los refugiados. Debemos usar el fracaso de las pasadas batallas como experiencia para ganar la última victoria. Esto puede ocurrir en los próximos dos años, a condición de que trabajemos duro hacia este fin y comencemos a hacerlo ahora. Muchos de ustedes se unirán a este esfuerzo participando en el Día de la Defensa, el miércoles.

En tanto que estamos unidos en el respeto a nuestras leyes y en no violarlas, también estamos unidos para corregir las leyes injustas. Respecto a esto, debemos defender un régimen de implementación de la ley, que respete la dignidad humana básica y los derechos humanos. Los términos, “regla de la ley” y “seguridad nacional”, ya no deben ser usados para justificar el trato áspero e inhumano a los inmigrantes, refugiados o buscadores de asilo. En tanto que reconocemos el derecho y la necesidad de nuestro gobierno de implementar la ley, debemos recordar a nuestros compatriotas que la ley hecha por el hombre, no permite la violación de la ley de Dios. Y al reparar la ley, estamos mejor capacitados para implementarla de una manera humana”.

Además, yo quisiera atraer especial atención a dos áreas de la política de inmigración en las cuales la Iglesia tiene especial autoridad para hablar: unidad familiar y las causas que originan la inmigración. Ellos son hilos comunes en todos los asuntos de migración –protección a los refugiados, inmigración, tráfico humano y otros.

Estos son temas que el Santo Padre trató durante su reciente visita apostólica a los Estados Unidos. Con respecto a los orígenes de la migración, la Iglesia, una institución universal presente tanto en los países que envían como en los receptores, puede proporcionar especial experiencia y pericia. Desarrollo económico sostenido, es la respuesta de la Iglesia a las murallas fronterizas. Esto acaba con el mercado de los traficantes de humanos, que engañan a las víctimas con promesas de trabajos en el mundo desarrollado. Esto reduce el número de refugiados, desde que las guerras y los conflictos con frecuencia involucran una batalla sobre los recursos.

Nosotros debemos luchar por el día en que los seres humanos puedan permanecer en sus países y vivir y mantener a sus familias en dignidad. Los gobiernos deben buscar las políticas y las prácticas económicas que cada vez hagan menos forzado y necesario a sus ciudadanos cruzar las fronteras. Como el superpoder económico mundial, los Estados Unidos deben ayudar a esos gobiernos o, por lo menos, no hacer que sea más difícil para ellos alcanzar esta meta.

La Iglesia también debe proteger la unidad de la familia, especialmente en el contexto de la migración, ya que con frecuencia las familias son separadas, a veces. indefinidamente. Las familias deben poder permanecer juntas, a pesar de su situación o circunstancias legales, y nuestras leyes deben ser adaptadas hacia esa meta. Esto es verdad del inmigrante indocumentado que ha dejado atrás su familia, en su país de origen; de la víctima del tráfico aislada de su familia, o del refugiado o del menor que viene sin compañía, separado de su familia durante la guerra.

Finalmente, nosotros mismos no debemos perder la esperanza. Aquí puede ayudar recordar la básica, fundamental, “estructura de la esperanza”. La esperanza siempre se mueve en tres etapas. Primera: Lo que espero y no tengo todavía; la esperanza es siempre por algún bien futuro. Segunda: Lo que espero puede ser difícil. La esperanza causa esfuerzo, búsqueda, lucha. Pero, Tercera: Lo que espero puede llegar a ser, es posible. A veces es fácil olvidar eso –aun mientras trabajamos y no solamente deseamos– que nuestra esperanza descansa en las manos de Dios. Solamente puede venir a nosotros como un regalo. El único peligro que enfrentamos, es perder la esperanza. Nuestra diaria oración debe ser que permanezcamos abiertos a recibir la esperanza que sólo puede venir a nosotros como un don. Y después, pasar esta esperanza para la vida del mundo. La Iglesia debe permanecer siendo una fuente de esperanza para todos aquéllos que buscan protección o una vida mejor para ellos y sus familias.

Nosotros podemos lograr esas metas con fe en Dios, nuestra última esperanza, dando testimonio de Cristo que acogió al extranjero, igual que al cojo, al ciego, al hambriento, al sediento o a la mujer samaritana. En Spe Salvi, el Santo Padre nos recuerda: “Así, por un lado, nuestras acciones engendran esperanza para nosotros y para otros; pero al mismo tiempo, es la gran promesa basada en las promesas de Dios, la que nos da valor y dirige nuestra acción en los tiempos buenos y en los malos” (No. 35)

Yo quisiera terminar expresando mi profundo aprecio por el trabajo que ustedes hacen a favor de los recién llegados a nuestro país. Yo sé que en su trabajo diario ustedes enfrentan momentos en los cuales los problemas parecen amedrentadores y los beneficios para la gente que ustedes sirven, parecen mínimos. Sin embargo, sin la luz que ustedes proporcionan a esas vulnerables personas, el mundo estaría aún más oscuro para ellas. Si ustedes son empleados parroquiales respondiendo a una acción para hacer cumplir una acción, como hemos visto en Postville, New Bedford y otros lugares, un especialista en reasentamientos para refugiados, trabajando para encontrar casa o empleo para un recién llegado; un abogado buscando maneras de prevenir la deportación de un cliente; un sacerdote, religioso o persona laica, ofreciendo asistencia pastoral; o un director de acción social o un defensor de política pública encontrándose con un oficial público, saben que su trabajo es invaluable –indispensable– para salvar vidas y crear “un mundo más brillante y más humano” como el Santo Padre pone, para nuestros hermanos, los seres humanos. Para ellos, de muchas maneras, ustedes son el cumplimiento de la esperanza.

Los dejaré con las palabras del Papa Benedicto XVI, esta vez expresadas durante su visita apostólica a los Estados Unidos, en abril. Él dijo estas palabras a los obispos, pero también estaba hablando a todo el país. Ellas reafirman la importancia de su trabajo y cómo la Iglesia debe permanecer en solidaridad con el migrante. Ellas también hablan del espíritu de América, nuestro gran país, una tierra que es y siempre será una tierra de inmigrantes:

Hermanos obispos, quiero animarles a ustedes y a sus comunidades a

continuar acogiendo a los inmigrantes que se encuentran entre ustedes hoy, para compartir sus alegrías y esperanzas; para apoyarlos en su tristeza y dificultades, y para ayudarles a florecer en su nuevo hogar. Esto, verdaderamente, es lo que sus compatriotas han hecho por generaciones. Desde el principio, ellos han abierto las puertas a quienes estaban cansados, a los pobres, a “las masas apiñadas ansiosas de respirar libertad”. Esas son las gentes que América ha hecho suyas.

Confiados en nuestra causa y con esperanza como nuestro guardián y la fe, nuestra constante compañía, pronto ganaremos justicia para todos nuestros hermanos y hermanas. Que Dios los bendiga y los mantega fuertes. VN

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