MONSEÑOR ÓSCAR ROMERO: PIEDRA DE TROPIEZO

MONSEÑOR ÓSCAR ROMERO: PIEDRA DE TROPIEZO

Homilía ofrecida por el Padre Rodolfo Cardenal, Director del Centro Monseñor Romero de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas

No se puede conmemorar con verdad el martirio de Monseñor Óscar Romero cuando el pueblo salvadoreño, su pueblo, es dispersado por el hambre, la extorsión y el asesinato. Tampoco se puede desear con verdad su canonización cuando se mata para imponer el orden que, en realidad, es un desorden, disfrazado de legalidad, que no sólo expolia a los más débiles, sino que, además, los obliga a recurrir a la violencia para sobrevivir. Profanan la memoria del mártir quienes declaran soberbiamente que el asesinato de pandilleros y de supuestos pandilleros no debe llorarse, porque a Monseñor Romero le dolía su pueblo. Profanan la memoria del mártir quienes pretenden resolver los graves problemas sociales del país con la violencia, porque él siempre propuso el diálogo y el entendimiento. Es hipocresía solicitar al Papa Francisco la canonización del beato e invitarlo a El Salvador, cuando se pretende resolver el conflicto social con el uso de la fuerza y no con el diálogo, cuando en lugar de humanizar la sociedad, la deshumanizan, cuando no se ocupan del pueblo salvadoreño, el mismo pueblo del que Monseñor Romero dijo que no costaba ser pastor.

Pastor no es sólo el obispo. Los gobernantes y los políticos, en cierto sentido, también están llamados a ser pastores. Pero son malos pastores, porque no cuidan del pueblo que dirigen. No le procuran alimento, ni seguridad, sino que lo esquilman y lo abandonan a su suerte. Ellos engordan mientras el pueblo languidece. Ellos protegen su salud con seguros privados, mientras éste muere de enfermedad y abandono. Ellos viajan por el mundo en primera clase para asistir a importantes reuniones, mientras a éste lo mantienen en la ignorancia. Ellos aplauden con entusiasmo las remesas, pero no se ocupan de los que regresan deportados y humillados. Y cuando el pueblo se vuelve un estorbo, lo acosan, lo persiguen y lo matan con la buena conciencia del deber cumplido.

Conmemorar a un mártir como Monseñor Romero exige conversión, es decir, vencer el deseo aparentemente irresistible de acumular dinero y juntar propiedades, de imponer la propia voluntad mediante el uso de la fuerza, de vengar las ofensas recibidas, de destruir al adversario, de abusar de los débiles, de aprovecharse de los desprevenidos. Esta dimensión negativa de la conversión es inseparable de otra positiva. La renuncia a esos aparentes bienes está acompañada de la vuelta a los demás, en particular, a los vulnerables, los abandonados y los pobres. En la medida en que el converso se vuelve hacia ellos encuentra al Dios de Jesús. Un mártir de la injusticia, de la intolerancia y de la violencia como Monseñor Romero no puede ser conmemorado sin conversión.

El problema es que muchos piensan que no la necesitan, porque dicen caminar en la legalidad, atenidos a las reglas del juego. Cumplen los preceptos civiles y religiosos. Pero a su paso siembran inhumanidad al mismo tiempo que ellos mismos se deshumanizan, dominados por oscuras pasiones destructivas. Estos tales confunden la legalidad con la miseria humana, la propia y la que crean a su alrededor. Las víctimas de la injusticia y la violencia también necesitan de conversión para desterrar el resentimiento y el deseo de venganza, una reacción hasta cierto punto comprensible, pero contraria al precepto evangélico de amar al enemigo. No es la violencia la que vence al mal, sino la bondad y la misericordia, que carga con ella. Aceptar esta realidad exige una dolorosa conversión.

La conmemoración de Monseñor Romero, en el actual contexto de horror, disfrazado de legalidad, muy similar al experimentado en sus días, es un nuevo llamado a la conversión. En cualquier caso, aquellos que se obstinan en caminar en las tinieblas, no debieran pedir su canonización, ni invitar al Papa Francisco a visitar el país. Y el cuadro que preside el salón principal de Casa Presidencial, debiera ser descolgado, porque quienes se reúnen bajo la mirada sonriente de Monseñor no han acogido sus enseñanzas. Viven del poder y para el poder, todo lo contrario a Monseñor Romero, que puso su poder arzobispal y el poder institucional de la Iglesia al servicio del pueblo salvadoreño. Monseñor Romero es un ejemplo de cómo poner el poder al servicio de las mayorías pobres de El Salvador.

La fidelidad al Evangelio del Reino de Dios y su justicia ha hecho de Monseñor Romero una piedra de tropiezo para quienes se niegan a convertirse. El mártir pone en evidencia la hipocresía de quienes lo celebran sin aceptar su palabra profética. Sólo quienes aspiran a que se haga verdad sobre el pasado de violaciones de los derechos humanos y justicia, donde predomina la mentira y el despojo, celebran con verdad a Monseñor Romero. Ellos recogen su palabra profética y sueñan con una sociedad igualitaria, solidaria y fraterna. Ese era su sueño y por eso lo mataron. Pero no ha muerto, tal como quisieron sus asesinos, sino que vive en lo mejor de su pueblo.

Insensatos, los llama el libro de la Sabiduría, porque pensaban que se habían desecho para siempre del justo. Engañados, pensaron que su muerte era su destrucción. Ya no los molestaría más con sus llamados a la conversión y a la justicia. Olvidaron que los justos están en las manos de Dios. Él los ha enviado al mundo a proclamar su Reino, pero el mundo no los recibe, porque no le pertenecen. No pueden pertenecerle, porque el mundo ha encerrado la verdad en la injusticia. Por eso, desde siempre ha matado al profeta.

Dios no envía a sus profetas sin protección, sino que los admite en su comunión y los guarda. Esa es la oración de Jesús. No pide sacar a sus seguidores del mundo, porque tienen una misión que cumplir en ese mundo que los odia. Los persigue porque no puede contar con ellos para mantener su imperio del mal. En su oración, Jesús pide al Padre proteger a los discípulos del Maligno y de sus trampas, y conservarlos dentro de su comunión, como parte de su vida, la misma que le ha comunicado en plenitud. Por eso, los testigos no perecen, aun cuando los hayan borrado de la faz de la Tierra.

La misión del seguidor de Jesús es convertir al pecador. Por muy oscura que sea su condición y por muy empecinado que sea su rechazo, Dios siempre le ofrece su misericordia y lo llama a la conversión. La tarea es ardua, porque el pecado es obstinado. Jesús nos pone en guardia. La existencia cristiana es una lucha constante, tanto fuera como dentro de la comunidad. Pero no estamos solos. El Padre guarda a los suyos del Maligno, tal como lo pedimos en el Padrenuestro: líbranos del Maligno. No debemos menospreciar el poder del Maligno. A pesar de que Jesús velaba por los suyos, uno se perdió.

Si Dios está a nuestro favor, quién puede estar en contra nuestra. Nada puede apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús. Por eso, los justos están en sus manos y en paz. No han perecido, sino que viven. Desde su triunfo sobre la muerte se revela la verdad sobre su vida y sobre las circunstancias de su asesinato. La luz que irradian expone a sus asesinos a la vergüenza humana y a la reprobación divina. Por eso, los justos brillan como chispas en el cañaveral. VN

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