“QUE LA CATEDRAL DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO CONTINÚE SIENDO UN FARO DE FE VIVA”.-

Reflexión del Cardenal Rogelio M. Mahony referente a la re-dedicación de la Catedral de la Diócesis de Sacramento.-

California ha experimentado casi todo en los últimos años: disturbios, inundaciones, sequías, incendios, terremotos y ahora, abejas asesinas. Todavía el Estado Dorado es el jardín del planeta tierra. Uno con frecuencia recuerda y confirma lo que dijo Fray Junípero Serra: “En California está mi vida y ahí, Dios lo quiera, espero morir”.

California es verdaderamente un estado de superlativos. Doce por ciento de los residentes de la nación viven en California, un área que se jacta de contar con 64,500 millonarios, ¡57% de ellos son mujeres! 56% de los pobladores del estado poseen su propia casa, y 90% tienen por lo menos un automóvil.

No obstante las violaciones, los disturbios, los robos y los asesinatos, California es todavía El Dorado para refugiados del aburrimiento, la pobreza, el estancamiento y el despotismo. Una estadística favorecedora, citada para beneficio de los habitantes del este de Estados Unidos, es que Blue Canyon, California (el Cañón Azul) es el pueblo más nevado en el país, con un promedio de 243.2 pulgadas.

A pesar de lo decadente que puede parecer a la gente de fuera -debilitados por el desempleo y la inflación, desmoralizados por el crimen, engañados por los cultistas, corrompidos por la gente dedicada a la pornografía, degradados por los vendedores de documentos que no sirven, diezmados por psicópatas y saqueados por gente que hace disturbios- California permanece como una tierra de nunca jamás de ricos, fama y libertad para millones alrededor del mundo. A pesar de los bolsillos de pobreza, los californianos son fabulosamente ricos en otras maneras.

En un panfleto de 1886 publicado por la Asociación Illinois, se lee que “en este gran país tenemos las montañas más altas, los árboles más grandes, las vías de tren más sinuosas, los ríos más secos, las flores más preciosas, el océano más tranquilo, las frutas más finas, las brisas más suaves, los cielos más brillantes y el brillo del sol más genial que podamos encontrar en ninguna parte del mundo”.

California tiene todavía otra distinción singular y es que no solamente tiene el mayor número de catedrales que cualquier otro estado, sino que esos sitios de adoración están incuestionablemente entre los más artísticos, hermosos y distintivos de cualquier otro lugar en la nación. Especialmente esto es verdad en San José, San Francisco, Los Ángeles y Sacramento, cuyas iglesias maternas son verdaderamente extraordinarias expresiones de amor y devoción de la gente a los santos, la Madre del Salvador y el Santísimo Sacramento.

Hoy, al reunirnos en la capital de nuestro estado par celebrar la re-dedicación de la que una vez fue la estructura religiosa más grande del oeste de Mississippi, necesitamos recordar una trinidad de pioneros que hicieron de esta catedral una realidad. Nosotros estamos maravillados de lo que el talentoso arquitecto Bryan J. Clinch fue capaz de diseñar y construir en solamente treinta y seis meses, un periodo de tiempo cuando dinero, técnicas de construcción y materiales en bruto estaban en desesperada escasez.

Clinch era verdaderamente una rara personalidad. El alumno irlandés, arquitecto e historiador, recordado también por su espectacular iglesia, y posteriormente catedral, de San José, cerca de San José, diestramente manejó largos números de trabajadores, mecánicos y artesanos calificados en el uso de 900 barriles de cemento Portland, miles de ladrillos fabricados localmente, toneladas de acero, piedra y madera en la construcción de esta altísima estructura. Es cansado aún contemplar todo lo que hizo.

Igualmente impresionantes fueron la diligencia y la ambición del obispo Patrick Manogue, quien determinó construir una catedral que pudiera rivalizar con la catedral del estado para dominar el perfil de la ciudad. Ocasionalmente se acusa a los obispos de ser “buscadores de oro”. Pat Manogue fue el único miembro en la jerarquía americana que en su juventud estuvo en el negocio del oro. Pero cuando tuvo que pagar por su catedral, estaba sin dinero. Él dejó a Dios sufragar el gasto y algo de lo que trabajó.

Hay muchas anécdotas sobre Patrick Manogue, pero ninguna más graciosa que su relación con su predecesor, el obispo Eugene O’Connell, quien una vez lo reprendió por negligencia en poner en su firma la cruz que acostumbran los obispos cuando firman sus nombres. Se dice que el obispo Manogue replicó que “desde hacía mucho tiempo tenía la opinión de que una cruz en una diócesis era más que suficiente”.

La tercera persona de nuestra trinidad histórica ya es un recuerdo de cuando esta catedral fue erigida. Su nombre era Padre Peter Augustine Anderson, que tuvo el privilegio de celebrar la primera Misa en esta ahora hermosa ciudad que fue descrita en su tiempo como “un gran pozo negro de lodo, basura y animales muertos”. Su huella en este edificio se describe en un cartucho que se conserva en un lugar prominente en una de las entradas de esta catedral.

Los historiadores nos dicen que la historia de la Iglesia Católica comenzó en el norte de California con la llegada de este sacerdote dominico, originario de Elizabeth, New Jersey. Un poco después de su conversión a la fe católica, Anderson se convirtió en un candidato al sacerdocio en el priorato de Santa Rosa.

Él fue ordenado el 5 de abril de 1840, y pasó varios años de su ministerio en Kentucky y Ohio. Después de trabajar brevemente en las misiones de Canadá, el joven dominico volvió a California donde, de acuerdo con su superior, había viajado con el propósito de traer “asistencia espiritual a los católicos americanos que se habían extraviado de nuestra congregación aquí o en alguna otra parte de este país”.

En agosto de 1850, el Padre Anthony Langlois notificó a los católicos de Sacramento que estaba enviando a Anderson aquí “para comenzar un establecimiento religioso en este lugar y así tener más oportunidad de celebrar la liturgia a nuestro Dios, para promover el bien de los principios sagrados y particularmente, para su beneficio espiritual y moral y para, al hacerlo así, procurar futura salvación”.

El Padre Anderson cargaba con la distinción de ser el proto-sacerdote de San Francisco para organizar las regiones mineras. Él celebró la Misa pública inicial en Sacramento, el 11 de agosto. El joven fraile, pronto reconocido como un clérigo ejemplar y muy celoso, era muy recomendado. Una autoridad señaló que había pocos sacerdotes jóvenes que trabajaran tan duramente en las misiones de este país, como el Padre Anderson.

Seguramente ningún misionero estuvo jamás enterado de condiciones más adversas y descorazonadoras. El Padre Anderson, sin embargo, arregló las cosas para obtener locales temporales para una iglesia y pronto tuvo un edificio permanente bajo construcción en la esquina de las calles K y 7ª. El nuevo lugar de celebración fue puesto bajo el patronato de Santa Rosa.

El Sacramento Ilustrado reportó, “Durante la memorable temporada de cólera, el Padre Anderson trabajó sin parar. Él visitaba el hospital varias veces al día, buscaba a los pobres y afligidos en sus incómodas tiendas, administraba a todos el consuelo y la ayuda dentro de sus posibilidades y procuraba ayuda médica para todos los que no tenían quien cuidara de ellos. Agobiado y exhausto por el trabajo excesivo, contrajo fiebre tifoidea y cayó víctima de su propia sacrificada caridad y celo”. Murió el 27 de noviembre de 1850. Católicos y no católicos por igual lloraron la pérdida de este mártir de la caridad que dio su vida en el servicio de los afectados por la plaga.

Cuatro años después de la muerte de Anderson, el arzobispo Joseph Sadoc Alemany llevó los restos de su cofrade al monasterio Dominico en Benicia, donde fue enterrado debajo del altar de la vieja iglesia. En 1859, los restos fueron transferidos al cementerio cercano.

Peter Augustine Anderson fue el primer mártir de la caridad entre los sacerdotes que vinieron a servir a los habitantes de la Fiebre de Oro de California. Así, él camina a través de las páginas de la historia en la distinguida compañía de Fray Junípero Serra y es el anfitrión de otros clérigos que no deberían ser olvidados.

Otros para quien es más familiar esta magnífica catedral que para mí, seguramente que hablarán elocuentemente y más largo sobre su arquitectura, su arte, su belleza y restauración. Solamente quiero decir que, siendo yo mismo entendido en catedrales, saludo y le felicito a usted, obispo William Weigand, sus consultores, los muchos benefactores y su capacitado personal sobre lo que se ha hecho aquí para la Madre Iglesia de la Diócesis de Sacramento. Que la catedral del Santísimo sacramento continúe siendo un faro de fe viva, esperanza entusiasta y generosa caridad para muchas más generaciones por venir. ¡Que el Señor les bendiga a todos! VN

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