NUESTRO LUGAR DE SANTIDAD

NUESTRO LUGAR DE SANTIDAD

Por Monseñor José H. Gomez

Arzobispo de Los Ángeles

9 de febrero de 2018

He estado reflexionando ya durante varios años sobre el santo testimonio de Madeleine Delbrêl. Más recientemente, escribí sobre ella en mi carta pastoral, “Ustedes nacieron para cosas más grandes”.

Por lo mismo, me dio gusto ver que el Papa Francisco acaba de reconocer sus virtudes heroicas y de declararla “Venerable”.

Delbrêl fue una francesa, convertida del ateísmo, que vivió sin mucha publicidad entre los pobres, en el París de mediados del siglo XX. No es sorprendente que los católicos de este país no prestaran mucha atención a la noticia de que ella había sido elevada en el camino hacia la santidad.

Pero deberíamos prestarle atención a eso.

Delbrêl, como tantos santos del siglo pasado, nos hace ver que la santidad no es algo para personas especiales que están apartadas del mundo en monasterios o conventos. Ella nos recuerda que los santos son personas con las que nos encontramos todos los días en las calles, gente que Dios deja entre las multitudes, para desempeñar trabajos ordinarios y enfrentar los desafíos rutinarios de vivir la vida cristiana en un mundo secular.

“Nosotros, la gente común y corriente de la calle”, solía decir Delbrêl, “creemos con todas nuestras fuerzas que esta calle, que este mundo, en el que Dios nos ha colocado, es nuestro lugar de santidad”.

Este es un recordatorio oportuno ahora que nos acercamos al Miércoles de Ceniza y al comienzo de la Cuaresma que es ya la próxima semana.

Vivimos en tiempos en los que muchas personas han perdido el “por qué” de su existencia. Ya no saben la respuesta a las preguntas básicas. ¿Por qué nos levantamos por la mañana? ¿Para qué estamos viviendo?

En nuestra sociedad hay una crisis de significado que se ha ido extendiendo lentamente, durante muchos años. Esta crisis se expresa de muchas maneras poco probables, desde el aumento de las tasas de suicidio, pasando por las epidemias de adicción a las drogas, hasta el creciente número de personas que dicen que se sienten solas y aisladas.

Esta es la triste ironía que radica en el corazón de nuestra sociedad secular y tecnológica. Las personas tienen sed de Dios y, al mismo tiempo, nuestros “líderes de opinión” —los políticos y los jueces, los científicos, los miembros del mundo del espectáculo, los artistas y educadores— insisten, todos, en que podemos construir una sociedad progresista y próspera viviendo como si Dios no existiera y como si el alma humana no deseara cosas que trasciendan los entretenimientos materiales.

Para mí, la pregunta de “por qué” se reduce a la pregunta de “quién”. No podemos responder por qué estamos aquí o para qué vivimos a menos que sepamos quiénes somos y para qué fuimos creados.

Esa es la única respuesta que nuestra ciencia, tecnología y política —todas esas cosas de nuestra sociedad que sustituyen a la religión— no nos pueden dar.

Por supuesto, Dios es el gran “quién” y la santidad es el gran “por qué”.

Tenemos que recuperar esta conciencia de que fuimos creados por el Dios santo y viviente y que Él nos creó para ser santos como Él es santo y para amar como Él ama.

Y esto comienza con la comprensión de que la santidad es la medida ordinaria de lo que significa seguir a Jesús.

En la historia de conversión del monje trapense Thomas Merton, él narra cómo, cuando decidió hacerse católico, le dijo a un amigo: “Creo que lo que quiero es ser un buen católico”. Su amigo respondió: “Lo que deberías decir es que quieres ser santo”.

El punto importante es que la santidad, ser santos, es aquello para lo que Dios nos creó.

Este simple y hermoso hecho debe estar en el centro de todo en la Iglesia: de nuestra predicación, de nuestras escuelas católicas y de nuestra educación religiosa, de nuestro trabajo a favor de la justicia y de nuestro compartir el Evangelio con nuestro prójimo.

Ésta es la buena nueva que estamos llamados a proclamar en nuestro tiempo: que fuimos creados para ser santos. Eso es lo mismo que decir que fuimos creados para el amor.

Delbrêl describió su conversión como enamorarse del Dios vivo. “Al leer y reflexionar, me encontré a Dios”, dijo ella. “Pero al orar, creí que Dios se encontró conmigo, que Él es una realidad viva, y que podemos amarlo de la misma manera en que amamos a una persona”.

Delbrêl descubrió que la santidad es nuestra misión, que es un mensaje que transmitimos sin palabras, que por nuestra santidad personal llevamos a los demás a seguir a Jesús con nosotros.

Este es un descubrimiento que todos nosotros necesitamos renovar, en nuestro camino de seguimiento a Jesús, haciendo de nuestra vida ordinaria “nuestro lugar de santidad”.

Oren por mí esta semana y yo estaré orando por ustedes.

Y pidámosle a Dios la gracia de hacer un verdadero progreso en nuestro camino de santidad durante estos 40 días de Cuaresma.

La santidad no es nuestra obra sino la obra de Dios en nosotros. Así que esta Cuaresma, permitámosle a Él hacer su obra, abriendo nuestros corazones a él a través de nuestra oración, ayuno y limosna, pidiéndole que cree en nosotros un corazón nuevo y un nuevo deseo de querer sólo lo que Él quiere.

Que nuestra Santísima Madre María vaya con nosotros y nos ayude a seguir al Dios vivo con una fe viva y a saber que estamos llamados a ser santos. VN

 

El Arzobispo Gomez anima a la gente a visitar y compartir su nuevo sitio web: TheNextAmerica.org, un recurso para informarse sobre la reforma migratoria y participar en ella.

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El nuevo libro del Arzobispo José H. Gomez, ‘Inmigración y el futuro de Estados Unidos de América’, está disponible en la tienda de la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles. (www.olacathedralgifts.com).

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