HIJO DEL BARRO

Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás. (Génesis 3:19)

Juan Quezada descubrió el alma de su pueblo paquimé en el fondo de una cueva de Mata Ortiz, Nuevo México, y José Luis Sierra, el autor de este artículo, también el hijo del barro de la pobreza de Ciudad Juárez, Chihuahua, encontró el alma de su pueblo pobre escudriñando por las calles y recovecos de Juárez, Los Ángeles y la geografía mexicana para abrirles caminos a sus paisanos con la prensa escrita, la radio y la televisión, algo así como Juan Quezada dio a conocer a sus paisanos el excelso arte de la alfarería ancestral. Su lectores y oyentes, sin embargo, ya no podrán leer o escuchar sus bellos y humanos relatos como la historia inédita de ‘Hijo del Barro’, alias Juan Quezada, alias José Luis Sierra. El día 8 de septiembre de 2014, José Luis falleció en Los Ángeles, dejándole a VIDA NUEVA esta historia, que hoy publicamos.

Un encuentro fortuito cambió la vida de Juan Quezada y un pueblo. También le dio nueva luz a una cultura ancestral que inexplicablemente desapareció hace unos quinientos años. La saga de Juan es como una leyenda, pero también es ya parte de la historia de México.

Mata Ortíz, Chihuahua, México.- Las imágenes las lleva pegadas en el cerebro como las huellas digitales de sus dedos. Juan buscaba leña para hacer carbón, venderlo y comprar comida. Caminaba sin zapatos porque no tenía dinero, acompañado por “Minuto”, un burro que, por ser pequeño, la familia de Juan le puso ese nombre y que, como un cuento de Hadas, fue el minuto de un minuto que le cambió la vida a Juan Quezada y al pueblo de Mata Ortiz.

No recuerda si tenía trece o catorce años, pero con claridad de detalles describe el momento en él que entró a una cueva cerca de la sierra del pueblo y vio las ollas de arcilla moldeadas siglos atrás por artesanos de la cultura paquimé que habitó a unas dos horas caminando de su casa y de quienes, al igual que de los mayas, hasta el momento nadie ha podido explicar su desaparición.

“No había quien se me acercara’’, recuerda Quezada sentado en uno de los dos sofás instalados en la sala de su casa mientras evoca su infancia de pobreza y sus deseos de salir de ella.

“Pensaba que, como no me dejaba [maltratar] de la gente y era bueno para los golpes, podría ser boxeador”, comenta con un gesto que, más que sonrisa, parecía reírse de sí mismo.

“Y lo intenté”, remata y cuenta que con otro amigo del pueblo que compartía el mismo sueño se fue a Tijuana a buscar un gimnasio donde entrenarse para iniciar la carrera de pugilista. Encontraron un gimnasio, pero a los pocos días se dieron cuenta de que para boxear había que comer y para comer necesitaban dinero y para conseguir dinero tendrían que esperar una pelea y que, aun ganándola, seguirían debiendo porque los boxeadores se abren camino literalmente a golpes, pero, especialmente los primeros, generalmente resultan ser los más costosos.

Desilusionados decidieron tomar camino rumbo a Mexicali, donde Juan sabía que un amigo que conoció en su pueblo estaba encargado de tender las vías del tren. Igual, la suerte no le sonrió. Su amigo no tenía vacantes y lo más que podía hacer por ellos era darle trabajo a uno. Se rifaron “la chamba” y perdió.

“No hay nada más desesperante que no hacer nada”, comenta mientras se ajusta el blanco sombrero vaquero que no abandona. “Uno puede volverse loco y no saber por qué”, agrega recordando días que en ese tiempo resolvió no volvería a tener. Tal fue su resolución que, cuenta ahora, “se filtraba” entre los trabajadores que laboraban el turno de la noche para tener “algo que hacer”.

“No me pagaban… pero terminaba tan cansado que al menos podía dormir durante el día”, recuerda y agrega de inmediato que, aun en esos momentos, las imágenes de las ollas que años atrás había descubierto en el interior de una cueva continuaban nítidas en su memoria.

LA LEYENDA

Las leyendas tienden a ser “mágicas” y por lo mismo, encontrarles una explicación es tan fútil como querer entender los milagros. La conclusión, inevitablemente termina en el resumidero de la fe -y si algo caracteriza un acto de fe es la ausencia de lógica.

Al igual que el relato de Juan Diego y su encuentro con la “Guadalupana”, Juan Quezada estaba solamente acompañado por “Minuto” cuando tuvo su encuentro con las ollas y no queda más opción que confiar en su memoria. Lo que es imposible negar es que esa experiencia cambió su vida y la vida de miles de residentes de Mata Ortíz y posteriores generaciones.

“Me llamaron la atención la perfección de las líneas, de los dibujos sobre una superficie suavecita y me nacieron las ganas de hacer algo igual”, platica Quezada al revivir su experiencia. Relata que fue un proceso que le llevó años de fracasos.

“Lo peor es que nadie me hacía caso’’, cuenta con un gesto de tristeza al recordar las reacciones de sus familiares y amigos cuando finalmente logró hacer sus primeras ollas. “No había ni una chispa de interés”, agrega y se ríe cuando relata que irónicamente el primero que le puso atención fue “un americano”.

Quezada tiene problemas recordando fechas y mucho más si tiene que escribir. Confiesa que nunca fue a la escuela y que aprendió a firmar sus obras porque cuando su trabajo empezó a ser reconocido muchos intentaron imitarlo, pese a que en ese tiempo carecían del valor que tienen ahora.

Lo cierto es que el arte de Quezada y la fama del pueblo de Mata Ortiz nunca se hubiesen materializado si Spencer MacCallum, “el americano”, no hubiese encontrado las primeras obras terminadas de Quezada, hace un poco más de tres décadas.

MacCallum las vio por primera vez en una tienda de artesanías en Deming, Nuevo México. Quezada las había vendido sin firma ni rastro de autor en un “tianguis” que cada semana se organizaba frente a su casa, justo donde sigue desierta la estación del tren que durante décadas bajó del norte, desde la comunidad de Madera, para entroncar con el tren carguero que cruzaba por Creel la Sierra de Chihuahua.

MacCallum se quedó encantado con el detalle y la perfección de esas vasijas. Su primera impresión fue que eran prehistóricas, pero, después de examinarlas de cerca, se dio cuenta de que habían sido “deliberadamente envejecidas”. Finalmente las compró por 18 dólares cada una, convencido de que, antiguas o no, tenían vida por sí mismas. Treinta años atrás pagar esa cantidad por una vasija de ese tipo realmente era una locura, pero para MacCallum las vasijas tenían su propia personalidad.

Tan fuerte fue la atracción de MacCallum por las obras que su obsesión lo llevó a buscar al autor y encontrarlo. Fue una búsqueda más larga que esta historia.

“Un día llegó aquí con unas fotos de las ollas y me preguntó si yo las había hecho. Miré las fotos y me di cuenta que eran mías”, recuerda Quezada con la expresión del recuerdo que finalmente definió su vida y la vida de cientos de familias de su pueblo.

Para este tiempo Juan ya se había casado pero seguía siendo pobre. Totalmente sorprendido recibió a este “americano” que no solamente se había tomado el tiempo de fotografiar sus “ollitas” sino que había salido a buscarlo. Le mostró otras similares y MacCallum pudo comprobar que había encontrado al artista. Fue una relación que amistosamente sigue vigente y que llevó a Juan por un viaje que no ha terminado.

“Nunca me lo hubiera imaginado”, relata Juan cómo su encuentro con MacCallum sorpresivamente le cambió la vida. MacCallum por su parte confiesa que también se sorprendió porque siempre pensó que la exquisitez de las vasijas encontradas tendrían que ser obra de una mujer, no de un hombre fornido que alguna vez pensó que su escape de la pobreza podría estar en sus puños, no en su tacto y facilidad para delinear intrincadas figuras con un pincel.

“Tardé mucho para encontrar los pinceles que me dieran el toque que buscaba”, relata Quezada al hablar de la etapa en la que se dio cuenta que su arte tenía valor y había que perfeccionarlo. Después de numerosas pruebas, Quezada relata que encontró que los mejores pinceles para pintar sus vasijas tenían que ser hechos de cabello de niños o niñas.

MacCallum se encargó de promoverlo por todo el suroeste de Estados Unidos y su obra empezó a llamar la atención de coleccionistas, museos y universidades. Quezada no duda en afirmar que fue MacCallum quien lo descubrió como artista y asegura que la amistad sigue viva, pero las diferencias surgieron cuando Quezada decidió ensenar su técnica a la gente de Mata Ortiz.

“Su argumento era que al enseñar mi técnica iba a abaratar el producto. Pero yo no estuve de acuerdo. Para mí enseñar es como una obligación. Dios me dio este don y siento que debo repartirlo entre los demás”, declara Quezada con una sonrisa de satisfacción que revela la vida de un hombre que en el fondo de una cueva reconoció un tesoro que no tiene precio y que decidió compartirlo.

“Minuto” siguió viviendo su vida de burro y quedó en el recuerdo como una estampa. MacCallum sigue visitando a Quezada cuando le da la gana y Mata Ortiz, un pueblo que sigue teniendo tres calles principales y muy pocas señales de tránsito, tiene un directorio de casi mil alfareros que siguen los pasos del maestro que les ensenó que el barro tiene más valor de lo que parece.

Quezada es reconocido como un artista alfarero de México que ha rescatado la técnica ancestral del barro de la cultura paquimé, y diseminado ese conocimiento entre la gente de su pueblo. También ha sido reconocido con el Premio Nacional de las Artes que otorga el gobierno de México, realiza talleres de alfarería en las más renombradas universidades de Estados Unidos y México, enseña a quien quiere aprender, y vive convencido de que “la gracia que te da Dios, hay que compartirla”. VN

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