ES ESENCIAL CONOCER EL VERDADERO ROSTRO DE LAS GUERRAS
Le costará percatarse, porqué a pesar de que las bombas estallan y los jóvenes mueren por centenas en el mundo en el momento de leer esto, Estados Unidos (haciendo de lado los enfrentamientos entre pandillas, que ya es otro asunto) parece un remanso de paz. Salvo contados estadounidenses que han participado en conflictos bélicos o que los han padecido porque se vieron atrapados alguna vez en una zona de combates en una parte remota del planeta, la población estadounidense desconoce las angustias que se pasan en un refugio antiaéreo mientras los aviones lanzan bombas y cohetes, ni ha visto un puente, un aeropuerto, una escuela, una universidad, una iglesia metódicamente destrozadas por los bombarderos, ni escuchado el ulular de las sirenas que acuden al sitio donde cayó un misil, ni contemplado a niños con los miembros cercenados por la metralla.
Es cierto, Estados Unidos se encuentra en guerra oficialmente en Irak, donde más de 2,500 miembros de sus fuerzas armadas y una docena de sus civiles han perdido la vida, esto sin incluir un número aún no determinado, pero seguramente altísimo, de iraquíes. Pero las atrocidades y abusos que ocurren ahí diariamente son prácticamente desconocidas en Estados Unidos. La carnicería cotidiana en Irak es un asunto remoto, incapaz de perturbar la vida cotidiana de los angelinos o los neoyorquinos. Los medios de comunicación nunca muestran (excepto en reportajes especiales para hablar de las lesiones de los propios soldados) las escenas horrendas de esa guerra. Se considera de mal gusto o se pasa de lado por falta de sensibilidad: son otros los que sufren. Aún durante la primera y la segunda guerra mundiales, el frente estuvo siempre al otro lado del Atlántico (al otro lado del Pacífico en el caso de Vietnam y Corea). Estas conflagraciones fueron sólo conocidas a través de despachos, noticieros cortos de cine y reportajes de corresponsales. Aun los soldados que pelearon en ellas tenían la certidumbre de que sus familias estaban a miles de millas de distancia, a salvo en sus granjas o ciudades. Sólo en los años de la guerra de Independencia y en la Guerra Civil conoció el país cara a cara al segundo jinete del Apocalipsis.
Desconocer los horrores de la guerra puede conducir a glorificarla o a aceptarla fácilmente como el recurso expedito para resolver los desacuerdos entre naciones, pueblos o culturas. Es común, especialmente en estos días, escuchar o leer expresiones como: “Bombardeemos sin pensarlo más”, “es hora de quitarse los guantes”, “lancemos una bomba nuclear y problema resuelto”, “acabemos el trabajo de una vez” o “hay que ir a volar cabezas”. Generalmente quienes se expresan de esta manera no marchan a la guerra ni permiten que sus hijos sean los sacrificados, sino que esperan que otros o los hijos de los otros jueguen el papel de carne de cañón. Quienes van a las guerras a fin de cuentas son los menos afortunados económicamente de cada sociedad, y los que, irónicamente, menos han tenido que ver con los orígenes de las disputas bélicas. La mayoría de víctimas de las guerras, y entre estos hay que incluir a los millones cuya sangre se ha derramado en todos los tiempos, no escogieron estar en una situación violenta. En todas partes hay aventureros y personalidades amantes de desatar incendios, pero la mayor parte de la humanidad se inclina por la paz, y el común de la gente sólo desea tener un trabajo bien remunerado, ver a sus hijos crecer sanos, empeñarse en un esfuerzo creativo y tener buenas relaciones con el vecino. Los que se benefician de las conflagraciones son los rapaces que quieren conquistar, desplazar o apoderarse de los recursos de otros, los que buscan la gloria a costa de millares de huérfanos y viudas, y por supuesto, los vendedores de armas y los contratistas que llegan a un país a “reconstruir” la infraestructura previamente demolida por sus propios ejércitos.
Para contrarrestar a los amantes de que corra la sangre y para no contribuir a que los misiles y los coches bomba se conviertan en la solución universal aceptable para dirimir las diferencias entre los seres humanos, es esencial conocer el verdadero rostro de la guerra. ¿Quiénes son sus víctimas? Aunque resulte paradójico, frecuentemente no son las gentes en armas, eso puede apreciarse en este momento en el Medio Oriente, donde según algunos observadores puede este estar comenzando la tercera guerra mundial.
“Los niños son las principales víctimas del conflicto en Oriente Medio, denunció la semana pasada L’Observatore Romano, el diario del vaticano, que dedicó su portada a informar sobre la más reciente escalada de violencia en esa conflictiva región. El rotativo hace destacar que en el Líbano y en Gaza los niños son víctimas directas de los bombardeos (la mitad de los muertos o heridos en algunos ataques son menores de edad), pero además sufren carencias crecientes de medicinas, asistencia médica, alimentos y agua. En algunos sectores, los niños israelíes han tenido que pasar días enteros refundidos en refugios antiaéreos a causa de los ataques con cohetes lanzados contra ciudades hebreas por las organizaciones Hizbulá y Hamas. De dos semanas para acá países que se recuperaban de anteriores episodios bélicos, han vuelto a convertirse en escenarios de sangrientos combates.
Por supuesto, en las guerras también mueren adultos, ancianos, mujeres, jóvenes en edad militar. Sus vidas son igualmente invaluables. Sin embargo, en todas las culturas pensar en los niños suele mover a compasión cuando se habla de padecimientos sufridos colectivamente. Por aquí entonces ha de empezar el enorme proceso de educación que es necesario realizar para liberar a la humanidad de la guerra.
A la hora del desayuno, en el momento de llevar a los niños a la cama o al parque los fines de semana, pensemos en aquéllos que se encuentran atrapados en zonas de combate, mientras las bombas y los misiles les apuntan con sus cargas letales. VN
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