AL ACERCARME A MIS ÚLTIMOS DÍAS EN LA ARQUIDIÓCESIS DE SAN ANTONIO

Al acercarme a mis últimos días en la Arquidiócesis de San Antonio, apenas comienzo a darme cuenta de la realidad, o más bien, de lo colosal, de lo que Dios me ha llamado a hacer. Conduciendo hacia la Catedral de San Fernando para la Misa, me he encontrado reflexionando sobre el gran privilegio que ha sido llamar a este espléndido e histórico lugar: mi “parroquia catedral”.

El Viernes Santo, al participar en la representación de la Pasión de San Fernando, tuve la oportunidad exclusiva de caminar siguiendo los pasos de Jesús y de mirar a los rostros e incluso a los corazones de las personas que se alineaban en las calles compartiendo este momento de gracia verdaderamente excepcional. Vi lágrimas en los ojos de adolescentes y de sus abuelos, quienes juntos permitían que la emoción del momento penetrara sus almas, y dejaban que su amor por Jesús se derramara en las calles con lágrimas de agradecimiento. El recuerdo de la humildad de corazón de los fieles de esta gran arquidiócesis será el más grande tesoro que llevaré conmigo al irme a Los Angeles.

Es una verdadera tentación mirar hacia atrás, a estos cinco años en San Antonio, y querer cuantificar los logros y medirlos con números. Sin embargo, para mí el número “uno” es el que mejor define lo que Dios ha hecho durante este tiempo a través de las manos y de los corazones de su pueblo, es decir, de cada uno de ustedes. San Pablo, en su Carta a los Romanos, escribe; “…no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo los unos para los otros, miembros”. (Rm 12, 5).

Estoy agradecido por las oportunidades que he tenido para compartir momentos importantes en la vida de las parroquias a lo largo de la arquidiócesis. He celebrado la construcción de nuevas iglesias y los aniversarios de lugares santos que constituyen una parte del legado histórico de fe que define esta arquidiócesis. Lo que vincula a cada una de estas comunidades uniéndolas como una sola, es la fe de la gente y su disposición a compartir sus numerosos dones con los demás.

Cada año, cuando veo hombres y mujeres entrando en plena comunión con la iglesia, me acuerdo de cómo nosotros somos todos uno en Jesucristo. En la Vigilia Pascual, mi alma se enciende por el fuego que arde en sus corazones cuando se hacen uno en el espíritu y uno con la iglesia. El Espíritu Santo les da la fuerza que necesitan para avanzar en este peregrinar de fe y los lleva al momento en que proclamamos: “Todos ustedes son uno, en Cristo Jesús”. (Gal 3, 28).

Cuando nuestras vidas fueron tocadas por una tragedia, bajo los nombres de Ike, Katrina o Rita, y muchas personas tuvieron sus casas inundadas, la generosidad de los corazones de cada uno de ustedes fue lo que nos pemitió alimentar al necesitado, vestir al desnudo y dar techo a los sin hogar. San Lucas escribe en los Hechos de los Apóstoles: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón”, (Hch 4, 32). Yo vi esa solidaridad hecha realidad con mis propios ojos, mientras visitaba a los evacuados y veía a muchos de nuestros fieles dando consuelo y paz a aquéllos que lloraban por tan grande pérdida.

Ustedes nos ayudaron a expresar nuestra preciada y antigua creencia de que somos “una nación bajo Dios”, cuando miles prestaron el poder de su voz a los sin-voz y anunciaron nuestra solidaridad con los inmigrantes. Sus voces continúan manifestando nuestro propósito de que podamos ser alentados en el corazón y estar “unidos íntimamente en el amor”. (Col 2, 2).

Mientras esta nación experimentaba una de las más profundas recesiones en décadas, nuestra campaña “Esperanza para el Futuro” (Hope for the Future), apenas empezaba a ayudar a las familias que necesitaban ayuda para asegurar que sus hijos recibieran una educación Católica de calidad. Una y otra vez han demostrado su convicción de que debemos hacer todo lo que podamos por nuestros niños para ayudarlos a que alcancen una educación que los prepare para tener su propio lugar en la sociedad, como líderes, en cualquiera que sea el camino que escojan para su vida. A través de la Colecta del Arzobispo, han hecho vida al tema de este año, saliendo al encuentro de las necesidades como “una familia en la fe”.

Su fidelidad al Evangelio de Cristo ha dado vida a las palabras del Concilio Vaticano Segundo, “ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana”. (Gaudium et Spes 43,4). En mi reciente carta pastoral “Serán mis testigos”, escribí: “Su primer deber sigue siendo hacer caso al mandato que cada uno de nosotros recibe al final de cada Misa: ir al mundo para amar y servir a nuestro Señor”. (Serán mis testigos, 11).

Nuestros sacerdotes, diáconos y religiosos siguen dándonos un modelo práctico de respuesta a la llamada de Jesús que nos dice: “sígueme”. Les agradezco por no cansarse nunca de servir al Señor a través del servicio a sus hijos; por no abandonar nunca la esperanza, aun cuando se enfrentan con las más grandes contrariedades.

Como dijo una vez Juan Pablo II: “Cuando una persona está totalmente abierta a la inspiración del amor de Dios, se queda atrapada en una ‘aventura’ espiritual que va mucho más allá de cualquier cosa imaginable”. Rezo para que ustedes sean siempre guiados por esa certeza al buscar cumplir la voluntad de Dios.

Con gratitud y humildad les agradezco por todo lo que han hecho como fieles servidores en el nombre de Dios. Sus corazones generosos han sido y seguirán siendo una fuente de la gracia de Dios para mí. Que Jesús, por intercesión de María, les conceda paz y alegría para que “todos sean uno”. (Jn 17, 21). VN

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