JUAN DIEGO, O EL VALOR DE UN MENSAJERO

El personaje sencillo mexicano, con todas las características de la raza, fue el encargado de llevar a las autoridades eclesiásticas la primera petición de la Virgen de Guadalupe, y de esa misión sencilla, creció y nació un orgullo mexicano.

Todos recordamos aquella historia: de una mañana fría, aún sin smog y sin las aglomeraciones y problemas de aquel valle de México. Aún era limpísimo el aire y la vida silvestre era abundante; aún sus pobladores conservaban la sencillez, la sonrisa franca y la tez curtida por el sol en los trabajos rudos del campo.

Recordamos que era un sábado 9 de diciembre; así dice la historia de las apariciones. En la madrugada de ese día, salió Juan Diego del pueblo de Tulpetlac, donde vivía ya viudo con su tío Juan Bernardino, para ir a recibir la instrucción religiosa en el templo de Santiago Tlaltelolco.

A medio camino, se suscitó el hecho que formó una historia. En medio de cantos preciosos de pájaros, se sintió extasiado Juan Diego. “Juan Dieguito, Juan Dieguito”. El llamado cariñoso de una voz femenina lo hizo desviarse y sin temor subió a encontrar a una bellísima doncella resplandeciente que le pidió que se acercara: “Sabe, ten por cierto y entendido que yo soy la enteramente por siempre Virgen Santa María Madre de Dios Verdadero, de aquél por quien se vive, del creador de la gente, del que está próximo y cerca, del Señor del firmamento, del Señor de la tierra.

“Bien quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi templo para allí mostrar, manifestar y dar a la gente todo mi amor, mi compromiso, mi ayuda, mi defensa, puesto que yo soy la piadosa Madre de ustedes; a ti y a todos los de esta tierra, todos ustedes en conjunto, y a los demás de diversas naciones de gente, mis amadores, que me invoquen, me busquen, en mí confíen, para que allí yo los escuche en su lloro, su tristeza, para que yo los limpie y cure todas sus miserias, sus tormentos, sus dolores. Y para que se lleve a cabo lo que pienso en mi compasión para la gente, ve allá a la morada de palacio del obispo de México y le dirás que yo te envío de mensajero para que le manifiestes muchísimo deseo que aquí se me haga casa, se me levante en el llano mi templo; con detalle le manifestarás todo lo que viste, lo que te maravilló y lo que escuchaste; y ten por cierto y entendido que bien te agradeceré y lo pagaré porque por esto te enriqueceré, te haré próspero y tendrás gran merecimiento, pues compensar‚ tu trabajo en ir a procurar aquello por lo que te envío de mensajero”.

Mensajero humilde de muy buena conducta, portador de un mensaje universal, a todos los de esta tierra en conjunto sin distinción de indios y españoles, chichimecas o asturianos. No seleccionó la Virgen a grupos especiales, ni siquiera al obispo que vivía por la costumbre de la época en su palacio episcopal, ni mucho menos que quería la Gran Señora que aquel palacio se hiciera su templo.

Juan Diego lleva el mensaje a Juan de Zumárraga, que aunque éste demoró en recibirlo, finalmente escuchó del indio todo el encargo sin creer tanta belleza. Le pidió regresar después para escucharlo nuevamente.

El primer contacto desilusionó a Juan Diego; desanimado volvió al Tepeyac. Le dijo a la Señora que enviara a otra persona, alguien conocido, respetado, que tuviera influencias con el obispo Zumárraga. La insistencia de la Virgen fue determinante: aunque tenía otra gente, quería que fuera precisamente Juan Diego y que éste debería presentarse nuevamente con el obispo al día siguiente que era domingo.

Segundo intento hizo Juan Diego el domingo 10 de diciembre ante fray Juan. Repitió nuevamente toda la historia. No quedó otra salida al fraile que pedirle alguna prueba de que todo aquello era verdad.

Juan Diego comunicó a la Virgen los resultados de su nueva entrevista. Le pidió regresar al día siguiente para darle la señal solicitada. Llegó Juan Diego a casa y su tío estaba muy enfermo, ya sin remedio.

El 12 de diciembre, el tío pidió que muy temprano fuera Juan Diego a Tlaltelolco a llamar a un sacerdote. Por eso muy temprano salió el indio y trató de ahorrar tiempo y rodear el lugar del Tepeyac, donde había encontrado a la Señora del Cielo. No hay rodeos. Ella de todos modos lo detuvo y le preguntó a dónde se dirigía. Él le tuvo que contar sus penas y la Madre lo consoló.

“¿Acaso no estoy aquí yo que soy tu Madre? ¿Acaso no estás en mi sombra y bajo mi amparo? ¿Acaso no soy tu salud? ¿Acaso no estás en mi regazo y entre mis brazos? ¿Acaso necesitas alguna otra cosa?”. El tío se curó en aquel instante mismo de la aparición.

Ordenó la Virgen a Juan Diego subir a la cumbre del cerro y cortar rosas que allí encontraría. Obediente Juan Diego encontró florido el campo, cortó muchas, las presentó a la Señora del Cielo, que tocó algunas con sus santas manos y le ordenó ir directamente al obispo y que sólo en su presencia descubriera la prueba.

“Y tú eres mi mensajero, porque eres muy digno de confianza”. Nuevamente la espera para ser atendido hasta que fray Juan se dignó en recibir a Juan Diego y al ver las flores frescas, hermosas, bañadas de rocío y viniendo de un lugar donde la época no permitía crecer algo que no fueran espinas y abrojos, el obispo se maravilló y al soltar la tilma la imagen apareció estampada. Nació el milagro. VN

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