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YA ES TIEMPO DE PONERLE FIN A LA PENA DE MUERTE

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ, Arzobispo de Los Ángeles

20 de marzo de 2015.- Ya es tiempo de que nuestro país le ponga fin a la pena de muerte.

Actualmente, ante la Corte Suprema de Estados Unidos, hay un caso pendiente sobre los problemas prácticos relativos a las inyecciones letales usadas para la administración de la pena de muerte. El próximo mes, los magistrados escucharán argumentos sobre el tema.

Esta revisión de la Corte Suprema ocurre en un momento en el que muchas personas están replanteando el tema de la pena capital.

En la actualidad, dieciocho estados han prohibido la pena de muerte y el número de ejecuciones y condenas a la pena de muerte están disminuyendo cada año. En 2014 hubo 35 ejecuciones en todo el país, la cifra más baja en 20 años.

En los últimos años se le ha hecho mucha publicidad a incidentes en los que se han manejado mal las ejecuciones. En uno de los casos, un asesino convicto pasó más de 40 minutos en agonía después de recibir una inyección letal que se suponía que le daría muerte en unos pocos minutos.

Existe también evidencia sustancial de que la pena de muerte se impone con mucho más frecuencia en el caso de las minorías raciales y de los pobres. Y, por desgracia, en algunos casos se ha visto que, debido a un error judicial, algunos de los que fueron condenados a muerte en realidad no habían cometido los crímenes de los que se les acusaba.

La Iglesia Católica ha estado pidiendo la abolición de la pena de muerte durante más de 40 años.

Hace apenas algunas semanas, el representante del Papa Francisco en las Naciones Unidas expresó una vez más el apoyo de la Iglesia para una moratoria mundial respecto a la pena de muerte.

La Iglesia viene reflexionando sobre estos temas relativos al crimen, al castigo y al bien común desde hace mucho tiempo, partiendo de las enseñanzas de Jesús y de los escritos apostólicos del Nuevo Testamento.

A lo largo de los siglos, la Iglesia siempre ha reconocido que los gobiernos tienen el deber de proteger a las personas y de castigar a aquellos que amenazan la seguridad de los ciudadanos y el buen orden de la sociedad.

Santo Tomás de Aquino dijo que las autoridades públicas pueden ser justificadas en acabar con la vida de una persona si esa persona pone en peligro el bien común. Esta es la enseñanza católica que aún prevalece.

El Catecismo dice que los gobiernos pueden imponer la pena de muerte “si éste es el único camino posible de defender eficazmente las vidas humanas contra los agresores injustos”.

Y ése es precisamente el problema moral con el que nos enfrentamos en nuestros tiempos.

Hoy en día, gracias a los avances en la aplicación de la ley y la justicia penal, nuestra sociedad tiene muchas maneras de castigar a los delincuentes violentos y de evitar que cometan nuevos actos de violencia.

Como decía San Juan Pablo II en su gran carta, El Evangelio de la Vida, la sociedad solo puede elegir “el extremo de eliminar al reo” en “casos de absoluta necesidad, es decir, cuando no sería posible defender a la sociedad de otra manera”.

Sin embargo añadió, con palabras tomadas del Catecismo, que en nuestros tiempos casi nunca hay ninguna justificación real para ejecutar a nadie. Los casos en los que la pena de muerte podría estar justificada son “muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”, dijo San Juan Pablo.

No necesitamos matar a los delincuentes para defender a nuestra sociedad.

Aún más, la aceptación continuada de la pena de muerte contribuye a una cultura en la cual las personas con mucha frecuencia piensan que sus problemas pueden ser “resueltos” por la violencia y el asesinato.

La pena de muerte no es, en lo absoluto, como el aborto o la eutanasia. El aborto es el asesinato de vidas inocentes en el seno materno, y la eutanasia es el hecho de dar muerte a los enfermos e indefensos.

Reconocemos que los condenados a muerte no son inocentes. Han sido condenados por haber causado algún grave daño. No sólo han cobrado la vida de sus víctimas sino que han causado un trauma profundo y duradero a las familias de sus víctimas, a sus seres queridos y a sus vecinos.

Así que de ninguna manera podemos comparar el uso que el estado hace de la pena capital a los males fundamentales del aborto y la eutanasia.

Pero sí podemos decir que incluso la vida de los peores y más peligrosos criminales son sagradas y que tenemos la esperanza de que incluso estas vidas pueden cambiar y ser rehabilitadas por la misericordia de Dios.

Como nación y como sociedad, nuestra justicia debe ser moderada por la misericordia; de lo contrario corremos el riesgo de perder algo de nuestra propia humanidad.

Y como cristianos estamos llamados a proclamar el Evangelio de la vida y a trabajar para que nuestro sistema de justicia penal siempre respete la dignidad de toda persona humana.

Entonces, sigamos rezando unos por otros esta semana. Pidamos la gracia de ser más abiertos a la luz de Cristo y a las enseñanzas sociales de su Iglesia.

Y que nuestra Santísima Madre María nos ayude a seguir a su Hijo más de cerca y a escuchar el llamado que Él nos hace a ser misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso. VN
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