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UN ANÁLISIS DEL AUMENTO DE VIOLENCIA EN EL SALVADOR

En este país es más fácil decir que hay guerra que admitir que hay pobres: pobres furiosos y armados

Por RÓGER LINDO

SAN SALVADOR– La escalada violenta empezó hace unas semanas. Sicarios de las pandillas asesinaron a dos soldados que custodiaban una de las estaciones del Sistema Integrado de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador (SITRAMSS). Aunque ya antes habían ocurrido ataques similares, esta emboscada, en una de las zonas más concurridas de la ciudad y dirigida contra elementos equipados para el combate, representó un nuevo grado de eficiencia letal y un salto en osadía. Los atacantes obraron siguiendo un guión bien elaborado y haciendo gala de un eficaz trabajo de equipo.

En lo que va del año, alrededor de 40 soldados y policías, hombres y mujeres, han caído en ataques a puestos, en emboscadas, en asaltos cuando se conducían a sus casas. A estas bajas hay que sumar los casos de personas ejecutadas con deliberación y vileza por sus nexos familiares con los guardianes del orden. Los ataques han recrudecido hasta el punto que, hace unos días, el mando de la Policía Nacional Civil (PNC) decretó el acuartelamiento de la tropa. El Departamento de Estado reaccionó a esta violencia expidiendo una nueva advertencia a sus ciudadanos sobre los peligros de viajar a El Salvador.

El cuadro de estos meses queda incompleto si no se incluyen aquí las muertes de entre cien y doscientos pandilleros a manos de fuerzas combinadas de la PNC y el Ejército. Casi todos ellos son jóvenes, casi niños. En el país impera una situación que podría suscitar respuestas exacerbadas. Una policía desangrada, mal equipada, lanzada contra la pared ha caído en excesos al incursionar en las barriadas y tugurios infestados de pandillas para atrapar sospechosos. Después de las muertes de los dos militares, un periodista del diario digital El Faro presenció las palizas salvajes que agentes de la PNC propinaron a un grupo de detenidos dentro de una delegación. Patadas a granel en lugar de una investigación bien llevada. Es cierto que hay que actuar duro con las maras, pero nunca ser como ellos.

Obviamente, estos extremos no ayudan a la causa de la administración de izquierdas de Salvador Sánchez Cerén. La prensa y la oposición se han mostrado implacables con el Gobierno -a veces de una manera deshonesta e infundada-, desde que este ex jefe guerrillero se sentó en la silla presidencial. Pero los críticos han recrudecido sus embates contra él a partir del recrudecimiento de la violencia. Sus detractores hablan de incompetencia, de “Estado fallido”; peor aún, se habla de estado o situación de “guerra”. Pero por mucho que se diga, no hay tal guerra. Hay violencia social descontrolada, hay negocio de las drogas, como en Brasil, México y ciertos barrios de Los Ángeles.

En Estados Unidos, la Ley también lucha contras las maras. Pero no se lanza al Ejército o la Fuerza Aérea; quienes se las ven con ellas son la policía, el Sheriff, el FBI. No cuesta explicar cómo llegamos a este punto. Hay pobreza, hay desempleo, faltan oportunidades económicas, sociales y culturales para los jóvenes, hay degradación, hay alienación, hay una cultura pistolera, hay una clase política pícara o aletargada, y una clase de señores dominantes que no aprendió las lecciones de la guerra. El país no parece interesarles. Su mayor apuesta de la posguerra fue que los salvadoreños se convirtieran en remeseros. Resultado: una subclase criminal que extorsiona y mata porque es su negocio. Pero es más fácil decir que hay guerra que admitir que hay pobres; por cierto, pobres furiosos y armados.

El Gobierno debe evitar la trampa de enfrascarse con estrategias, recursos y procedimientos militares para lidiar con las maras. Por supuesto, hay que reducirlas, diezmarlas, disputarles el terreno, debilitar sus fuentes de financiamiento, neutralizar su capacidad de reclutar niños, y cuando sea posible, reeducarlas. Para eso no se necesitan blindados o una regresión a los tiempos de los batallones especiales, sino una policía fuerte, móvil, bien entrenada, bien pagada; una ciudadanía activa y participativa, y jueces y fiscales competentes. Y a la par, inversión en educación, en innovación, en cultura, en empleos, en una colectividad equilibrada, solidaria, tolerante, pacifista.

La impunidad es prevalente en El Salvador. Complejas operaciones de lavado de dinero, malversación de fondos públicos, los amaños de futbolistas quedan sin castigo. En algunos casos, la Fiscalía no llega al punto de presentar cargos. Faltas que en otros países serían consideradas delitos graves (como conducir bajo la influencia del alcohol) se saldan como infracciones leves. El sistema judicial está embotado, es incompetente y hay corrupción. En el caso de los homicidios apenas el 5% de los casos son investigados y procesados.

Recién la semana pasada, el representante estadounidense Thomas A. Shannon, recomendó a El Salvador considerar la conveniencia de aceptar el establecimiento de un organismo como el CICIG (la comisión internacional contra la impunidad que opera en Guatemala) para lidiar con la impunidad y el crimen organizado. En vista de los retos que enfrenta el país, y las debilidades de que adolece, esta es una idea que debe ser seriamente considerada. VN

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