SENTIDO HUMANISTA Y SENTIDO RELIGIOSO DE LA VIDA HUMANA DESDE LA CONCEPCIÓN

Reflexiones pastorales de monseñor Oscar D. Carlinga, obispo de Zárate-Campana

Publicamos las reflexiones pastorales acerca del aborto, redactadas por monseñor Oscar D. Carlinga, obispo de Zárate-Campana, en las que hace un llamado a las ciencias biomédicas, a la conciencia humanista y a la conciencia religiosa, cristiana y no-cristiana.

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El tema del aborto se ha hecho acuciante, sobre todo a través de los medios de comunicación, en estos últimos tiempos en nuestra sociedad argentina. Más concretamente, con espanto por los hechos perpetrados, han tomado importante arraigo en las mentes y corazones de mucha gente los recientes casos de embarazo por causas de violación. Uno que nos conmovió a todos es el del abuso de una joven con capacidades diferentes -o portadora de discapacidad- (con lo cual el acto de violencia –siempre malo- se hace especialmente despreciable, dado, claro está, que quien lo haya perpetrado sea psíquica y jurídicamente imputable). Pero toda violación, como sea, es siempre aberrante, execrable, indigna de un varón –e indigna de la mujer que involuntariamente la sufre-. Otra cosa, hay que decirlo, es el eventual fruto (un nuevo y distinto ser humano) de esa execrable acción. Lo ocurrido a estas personas sufrientes que requieren de toda nuestra empatía y compasión, relanzó con fuerza, por decirlo así, en cierta opinión pública la cuestión del aborto, no ya con relación a una violación, sino en general, y en especial con vistas a su posible despenalización.

No es mi intención entrar en inútiles y desgastantes polémicas. Pero en uso de la legítima libertad de opinión de la que gozamos por las libertades democráticas vigentes, y en ejercicio de la misión pastoral para con los fieles católicos que me han sido encomendados, me parece importante apuntar algunas consideraciones, incluso algunas de la ciencia biomédica. Y otras del derecho y de la moral.

El drama del aborto tiene horizontes más amplios, algunos de los cuales prácticamente inconsiderados, y que merecen que los tengamos en nuestro conocimiento, para formarnos al respecto una conciencia recta. La cuestión del aborto es un tema humano (un drama humano, lo llamó Juan Pablo II), al cual «también» considera la religión, pues «nada de lo humano le es ajeno». La valoración negativa del aborto procurado puede hacerse desde el cristianismo, desde otras religiones, o desde una conciencia no-creyente pero con bases humanistas y humanitarias. Ciertamente la fe cristiana nos da una luz especial para ver lo esencial de la defensa de la vida.

Primero quisiera hacer una aclaración. En el orden de la relación «religión-sociedad», creo que una primera dicotomía que hemos de identificar consiste en pensar que la defensa del embrión, del feto, de la vida del «nascituro» (es decir, la creatura por nacer), es un problema «religioso» y más específicamente «católico», no válido, por ende, para la generalidad de la sociedad. Se trata así de descalificar a lo que se considera «una opinión religiosa, sin fundamento racional, o al menos sin fundamento para la sociedad en general». Sin dejar de lado que la conciencia religiosa (y no sólo católica, sino también de otras denominaciones o iglesias cristianas, y lo mismo dígase del ámbito del judaísmo, del Islam, sin olvidar al budismo o a otras religiones) es opuesta al aborto, verdad sea dicha que el tema mencionado no queda acantonado «a lo religioso» (sobre todo a un concepto de la religión, como quiere hacerlo cierto sector de la sociedad actual, arrinconada a su vez, a la mera esfera privada de los actos humanos). El tema que nos ocupa es profundamente humano, antropológico, podemos decir.

Vaya a dicho a modo análogo o de ejemplo, los diez mandamientos (propios del Judaísmo y del Cristianismo) prohíben robar y asesinar («No codiciarás los bienes ajenos»; «No matarás») y a nadie se le ocurriría pensar o decir que el tema del robo o del asesinato está en el ámbito sólo de lo religioso, y por eso, que sean solamente los creyentes quienes no deben matar o robar, siéndoles lícito a todos los demás el hacerlo. Y el primero de los mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios, sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo», tampoco significa que el amor humano sea una cuestión solamente «religiosa». Lo traigo a colación sólo para ver como, el hecho de que lo religioso considere algo dentro de su ámbito, el que lo ilumine, ello no lo hace de por sí existente «solamente» dentro de dicho ámbito, con exclusión de lo humano, en sus vertientes personal, social, moral, jurídica.

Otra dicotomía consiste en pensar que quienes defienden la vida desde el instante de la concepción, después no se ocupan de lo que ocurre con los niños nacidos, de «los chicos de la calle» o de los que sufren necesidad. La defensa de la vida de la «creatura por nacer» requiere, en conciencia, también promover la protección del niño después de su nacimiento, así como la vida y prosperidad de su madre y de su padre, esto es, la protección de la familia, su sustento, su prosperidad, su educación, su felicidad. La protección social de la familia, que es la expresión primera y coherente de la inclinación social del ser humano, será un bien fundamental a tutelar.

La defensa de la vida incluye el bien integral del ser humano, y en esto debemos unirnos, creyentes y no creyentes. Es la razón por la cual el Papa invita a gobernantes y legisladores a ayudar al bien de la familia, pues ésta es «escuela de humanización del ser humano»: «Invito, pues, a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran al hombre, a la familia, centro neurálgico de la sociedad (…) El objeto de las leyes es el bien integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede privar y para los pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre (1). Por otra parte, ocioso sería decir cuánto se ocupa en especial la Iglesia de los más enfermos, de los desvalidos, de los más necesitados, de los niños de la calle y de las familias. Pero eso constituye otro tema.

Esto dicho, es manifiesta nuestra «declaración de intención»: el único deseo que nos mueve en esta defensa de la vida es «ese Amor que mueve el Universo y la humanidad», el Amor de Dios Creador y Redentor. Así lo dice el comunicado de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina, que hemos leído en las misas de este fin de semana: «Créannos: sólo nos mueve el profundo amor de Dios por todos nosotros. Sólo nos mueve el deseo de valorar cada una de las vidas que se engendran y que ya son un ser constituido en el vientre de la madre»(2).

Ahora bien, como la consideración de la vida puede empezar por lo biológico, me gustaría atraer la atención hacia un tema del que últimamente se ha escuchado hablar muy poco. En efecto, las ciencias biomédicas han hecho avances impresionantes en las últimas décadas. Hasta el ultrasonido tiene su palabra muy importante para decir sobre la vida del feto. Ni que hablar de las investigaciones sobre el ADN. Porque, de la existencia de un «nuevo ser», que es humano, que es autónomo en su ser del cuerpo de su madre, que tiene su propio ADN, y que por consiguiente es un ser humano individual, no se han hecho eco en tan gran medida los medios de comunicación. Y son conclusiones de la ciencia.

I. LAS CONCLUSIONES DE LAS CIENCIAS BIOMÉDICAS

A fin de profundizar en el tema de los fundamentos científicos de la defensa de la vida, hay que bucear más en la ciencia biológica y médica, con sus actuales adelantos y conclusiones sobre el «estatuto biológico» del embrión, y sobre la «programación» real, fáctica e irrepetible de todas las potencialidades que caracterizarán al nacido. Todos, aunque no seamos especialistas, tenemos la obligación de informarnos. En efecto, con los actuales conocimientos genéticos, es indudable que cada ser «es lo que es» desde el momento de la fecundación, no es una mera simiente, una «pura potencialidad». Veamos por qué.

Sabido es que de la unión de gametos humanos se crea «un nuevo ser de la especie humana». Esto es así desde el principio, desde el comienzo puesto que queda determinado su patrimonio genético que es «humano» específicamente –y no de un vago modo genérico-Ese nuevo ser «no es una parte del cuerpo de la madre» pese a que en determinada fase de su vida necesite el ambiente del vientre materno para subsistir. La prueba que no es una mera parte del cuerpo de la madre consiste sobre todo en que desde la fecundación tiene ya su propio patrimonio genético «distinto del de la madre». Y lo mismo dígase del sistema inmunológico (3). Esto no quita que la dependencia de su madre sea muy intensa, pero esto no es una prerrogativa del feto sino que también lo es del niño ya nacido (4).

Pero hay algo científicamente admirable. La maravilla científica del ADN deja a las claras que la primera célula humana viviente que existe (esto es, la que es formada cuando el espermatozoide del varón penetra el óvulo de la mujer), ya contiene un ADN único y exclusivo del nuevo ser humano (5). Este ADN es diferente del ADN de los padres, es único e individual, y esto para siempre (6). Dicha característica el ADN no la adquiere al nacer el niño, ni siquiera a los meses del embarazo, sino desde la «concepción» (o fecundación, o unión del óvulo con el espermatozoide) del nuevo ser (7). Por lo tanto, desde el comienzo de esta primera célula en adelante, existe un nuevo y totalmente diferente ser humano. Si al momento de la fecundación, de la concepción, se destruyera ese ser concebido, o las células que después se desarrollarán, se ADN humano que existió no se repetirá otra vez en otro ser (8). Desde la ciencia, pues, es claro que la infalibilidad del ADN prueba que desde su primera célula, el embrión en el vientre de la madre no constituye, con absoluta seguridad, parte del cuerpo de aquélla. Al momento de la concepción comienza efectivamente la construcción genética de la persona. Por ese motivo los rasgos que caracterizan y definen al ser que pertenece al «género humano» se encuentran ya en el embrión, pues el ADN o genoma humano identifica a una persona con un signo característico e irreductible –y por ello inviolable– de «humanidad».

De manera semejante, la ciencia demuestra que el ser humano recién concebido es el mismo, y no otro, que el que después se convertirá en bebé, en niño, en joven, en adulto y en anciano (9). Sería muy bueno que en este punto tan fundamental la opinión pública fuera informada adecuadamente por los medios de comunicación, con artículos, declaraciones y opiniones de los más autorizados científicos en la materia. Creo que es importante profundizar en el tema, hasta por honestidad intelectual, aunque por profesión no seamos biólogos o médicos. Por el sólo hecho de un tema fundamental de humanidad.

Y una última palabra, no ya referente a la concepción sino directamente al aborto ya hecho, hecha también desde la ciencia, pero ahora desde la psicología y la psiquiatría. Últimamente se está estudiando el llamado «síndrome post-aborto». La cuestión ha sido investigada por la Universidad de Baltimore, USA, y la Real Academia de Obstetricia de Inglaterra, entre otras prestigiosas instituciones de Estados Unidos, Canadá, Francia, Inglaterra, Suiza, Australia, Dinamarca y Finlandia. En algunos manuales de Psicología y Psiquiatría de numerosas universidades ya se ha incluido dicho síndrome (10). Ocasiona trastornos y dolencias a la madre que lo ha cometido.

II. ESE EMBRIÓN, ESE FETO, QUE ES UNA PERSONA HUMANA, Y NO UNA SIMPLE SIMIENTE

Las ciencias biomédicas pueden determinar que se trata no de una simple simiente sino de un «ser humano individuado e individual», pero no pueden definir el estatuto filosófico o jurídico de «persona humana», y tampoco definir que es sujeto de derechos humanos. Esto corresponde a la filosofía y al derecho. Tampoco, ciertamente, están en condiciones de afirmar que ese ser tenga alma inmortal o sea hijo de Dios. Esto corresponde a la religión. Pero el hecho de saber que se trata de un ser humano individual, con patrimonio genético (y sistema inmunológico) propio, con ADN diferente de la madre y del padre, ya nos dice muchísimo.

Por ello, una vez concebido, (e incluso desde una perspectiva científica) no puede decirse que ese ser sea simplemente «vida» a secas (como puede ser considerado un tejido orgánico crio-conservado, por ejemplo), sino que es «vida humana e individual», y nosotros decimos que es persona viviente, no puramente en un sentido potencial general. Porque si así fuera, esto es, si viéramos al «nascituro», lato sensu como «vida biológicamente de índole humana», no estaríamos haciendo justicia a las conclusiones de la ciencia: su carácter humano, individual, irrepetible. Esto último lleva necesariamente a que ese «ser», al que se le niega la atribución de persona en sentido pleno, no se haga, por ende, acreedor a la protección debida por parte del ordenamiento jurídico positivo.

El ser concebido debe ser considerado propia y efectivamente «persona», esto es, un ser personal con «subjetividad jurídica», sujeto de atribución de derechos humanos. La protección que dicho ordenamiento jurídico debe a las personas es absoluta e incondicionada, también a las personas «no nacidas» pero existentes. Esta es sin duda la base del derecho fundamental, «pilar basal de todos los demás», que es el derecho a la vida, sobre el cual se asientan todos los demás derechos. El derecho a la vida es verdadera piedra angular en la vía del progreso moral de la humanidad. Es un derecho fundamental que proviene de la dignidad que corresponde a cada ser humano, por ser tal. Y por eso mismo, la fuente última de los derechos humanos no se sitúa en la mera voluntad de los seres humanos, en la realidad del Estado, de los poderes públicos, sino en el ser humano mismo y en Dios su creador. Frecuentemente se combate este pensamiento bajo la razón de que éste podría quizá tener validez para las personas católicas prácticas, o religiosas, pero que en sí no constituiría un principio sostenible universalmente, y tampoco en sentido jurídico. Pero es una cuestión de la propia natura humana, creada y elevada, claro está, por Dios.

El hecho de «ser humano» ya concebido constituye sí mismo una dignidad, una atribución digna a la índole humana. Ese carácter de persona, de perteneciente a la humanidad, de ser racional, inteligente, volitivo, espiritual encuentra su dignidad en la propia condición humana y en la imagen de Dios que hay en cada hombre. En el mundo de hoy, también hay que decirlo, se percibe una fractura entre la antropología y la ética, marcada por un relativismo moral según el cual se valoriza el acto humano, no con referencia a principios permanentes y objetivos, propios de la naturaleza creada por Dios, sino conforme a una ponderación meramente subjetiva: «mi propia decisión, mi propio parecer, mi propio proyecto» por encima de todo y de todos. Esta «ponderación meramente subjetiva» seguida de decisión también puramente subjetiva puede ser llamada «decisionalismo», en sentido de no valorar justamente los derechos de los demás. Claro está, aplicado ese decisionalismo al nascituro, ponderando sólo el «derecho a decisión», devenido absoluto, deriva en la desprotección del nuevo ser concebido, e incluso en su supresión, como es el caso del aborto procurado.

III. EL «DRAMA HUMANO» HOY DÍA

Para no pocos la gran solución consistiría en la despenalización del aborto. Sin embargo, en la experiencia de los países que han legalizado el aborto se manifiesta claramente que dicha legalización no ayuda a la desaparición de aquéllos, sino a que aumenta –incluso considerablemente- su número. El efecto multiplicador de la legalización del aborto se debe a que la opinión pública general ve como bueno lo que es legal, lo que se despenaliza, y cada vez se banaliza más en las conciencias la decisión de abortar. Esto por aquellos del «valor pedagógico de la ley», y por la tendencia a pensar que «todo lo legal es moral y todo lo ilegal es inmoral», lo cual no es cierto. Ya lo decían los antiguos romanos: «Non omne quod licitum honestum est» (no todo lo que es legal es moral u honesto).

Estas consideraciones, hay que repetirlo, no forman parte sólo de la doctrina y la moral católicas, sino que se integran en un sentido común humanista. No se trata evidentemente de fanatismo alguno (como hace también referencia al respecto la declaración de la Conferencia episcopal argentina) ni tiene que ver exclusivamente con las convicciones religiosas, católicas o no, sino que es una obligación de conciencia para todos los que creen en el derecho a la vida y en la dignidad del ser humano. Nuestra fe cristiana, esto sí, nos ilumina acerca de que la dignidad de la persona humana tiene su más profundo fundamento en el hecho de ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, que quiso ser hombre por amor a todos y cada uno de nosotros.

Nosotros, como cristianos, tenemos esperanza y no vemos perdición y ruina en todo lo que nos rodea. No queremos luchas intestinas ni estériles conflictos. Tenemos conciencia, esto sí, de poseer un mensaje y una praxis que apunta al desarrollo integral del ser humano, y fuerzas que pueden colaborar a realizarlo efectivamente. Con humildad y con firmeza seguimos proponiendo el valor inmenso de la vida humana y el maravilloso mensaje del Evangelio, de modo adecuado para llegar al mismo corazón de la cultura de nuestro tiempo.

La defensa de la vida, con los medios de la paz, con la convicción, con los medios de una democracia sana y plural, es una deuda de honor para con el avance de nuestra civilización. Es un pilar, para construir la «civilización del amor». Es la contribución al «humanismo integral y solidario» que queremos construir. Nuestra civilización fue construida sobre estos basamentos. Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado: «No matarás el embrión mediante el aborto; no darás muerte al recién nacido» (11). Y asimismo la tradición judeocristiana, como lo refiere la declaración de la Conferencia Episcopal Argentina: «Toda la tradición judeocristiana basada en los mandamientos de la Ley de Dios por miles de años consideró que el aborto es un crimen (…) Las culturas cambian, pero los fundamentos esenciales de las personas permanecen. La Ley de Dios y el sentido común nos han enseñado que la vida es un gran bien que debemos preservar desde el momento que comienza» (12).

Claro está, como lo adelantáramos en el tema de la familia, la defensa de la vida debe darse también en un marco social, y dígase lo mismo de la prevención del aborto como tal. La adecuada información (incluso biomédica, como he dicho), la educación sexual como educación para el amor, la educación familiar, la promoción de programas sociales para la crianza de los hijos, la contención de adolescentes y familias en riesgo, son fundamentales. Ni que hablar de la lucha contra la pobreza y las situaciones de vida sub-humana y de la prevención de los execrables hechos de abusos y violaciones. Un sentido humanista y un sentido religioso de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural nos ayudará a construir una civilización más humana, más digna del ser humano. Por último, no olvidemos que, para quien ha tenido la situación de incurrir en un aborto procurado, queda siempre abierta la puerta a la luz de la misericordia divina, a la reconciliación y a la paz. Tantas veces esa decisión es fruto de grandes sufrimientos (sin excluir las presiones), todo lo cual, en un sentido u otro, no queda sin consecuencias en el orden psíquico y espiritual cuando no también físico. Esto no justifica en lo moral, pero los brazos abiertos de Dios siempre nos esperan para abrazarnos, cuando hay arrepentimiento. Más bien nuestra actitud ha de ser la de valorar cada día más el don de Dios que ha dado a la humanidad: ser co-creadores de su Amor creador.

+Oscar D. Sarlinga

Obispo de Zárate-Campana

27 de agosto de 2006

VN

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