REFLEXIONANDO SOBRE EL DON DE LA FE

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ Arzobispo de Los Ángeles

Nuestra fe en Jesucristo es un hermoso tesoro y un don precioso.

Pero siempre debemos recordar que nuestra fe es un regalo. Nosotros lo hemos recibido.

Eso quiere decir que ninguno de nosotros llega a la fe por sí mismo. Ninguno de nosotros conoce el amor de Jesucristo por sus propios esfuerzos. Conocemos a Jesús y llegamos a ser hijos de Dios porque alguien lo conoció primero y nos habló de Él. Porque alguien creyó antes que nosotros.

Esta es la belleza de la familia de la Iglesia. Este es el misterio de la Comunión de los Santos. San Pablo dijo: “Estamos rodeados por una gran cantidad de testigos”.

Esto nos dice algo más sobre nuestra fe. La fe es un regalo que Dios da a cada uno, pero que sólo puede llegar a nosotros a través del testimonio de los demás.

La fe nunca comienza en nosotros; comienza en Dios y su amor por nosotros. La fe comienza con el llamado que Dios hace a cada uno para participar en su amor, para vivir en su amor.

Recibimos el llamado de Dios a través de Jesús. Con cuánta frecuencia escuchamos en el Evangelio a Jesús que dice a la gente: “Vengan y vean”. Nosotros llegamos a conocer a Dios y su amor por nosotros mismos cuando creemos en Jesús y le entregamos nuestra vida, cuando “vamos y vemos”, y lo seguimos.

Los primeros cristianos hablaban de la fe y el Bautismo como “luz” e “iluminación”. Hablaban de tener los ojos de sus corazones abiertos por la Luz de Cristo. Pensemos en todas las historias del Evangelio sobre los ojos de los ciegos que se abrían. Pensemos en las historias de Pascua: “Y sus ojos se abrieron y ellos lo reconocieron”.

Todas esas historias deben llevarnos a entender el significado de nuestra fe. Tener fe consiste en ver nuestra vida y nuestro mundo con nuevos ojos. Tener fe significa reconocer a Jesucristo como la luz de nuestro mundo y la luz de nuestra vida. Y como ya dije anteriormente, tener fe implica que seamos testigos.

¿Pero qué es ser testigo? Un testigo es alguien que ha visto algo y después va y cuenta a otros lo que ha visto.

Nuestra fe nos hace misioneros. Estamos llamados a compartir el tesoro que hemos recibido. Lo que hemos visto y experimentado del amor de Dios, es decir, la alegría de conocer a Jesús y su salvación, nos impulsa a dar testimonio, a compartirlo con los demás y a invitarlos a unirse a nosotros para que también sean hijos de Dios en su familia que es la Iglesia.

Les comparto estas reflexiones porque nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, ha proclamado un “Año de la Fe” que comenzará el 11 de octubre de 2012, fecha que marca el 50 aniversario de la apertura del Segundo Concilio Vaticano, y continuará hasta el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Cristo Rey.

Él también ha invitado a los Obispos del mundo a participar en un Sínodo de Obispos en octubre de 2012. El Sínodo es una reunión especial en la que reflexionarán sobre “La nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”.

El Santo Padre nos está haciendo un llamado a reflexionar sobre el don de la fe y sobre nuestro deber de comunicarla a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Esta es una hermosa oportunidad para nosotros –como individuos y como Iglesia– para dedicarnos a crecer en el conocimiento de nuestra fe y en nuestro deseo de compartirla con los demás.

El Papa ha escrito una hermosa Carta Apostólica llamada Porta Fidei, (“La Puerta de la Fe”). Invito a cada uno de ustedes a que la lea. Ya está disponible en el sitio web del Vaticano y también en mi página de Facebook.

Necesitamos “redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe”, nos dice el Papa.

Él escribe: “La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo… Como afirma San Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo». Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”.

Mientras oramos los unos por los otros esta semana, les invito a pedir de manera especial por un crecimiento en el don de la fe, para nosotros mismos y para todas las personas en nuestra gran Arquidiócesis.

Tenemos un año para prepararnos para este Año de la Fe. Empecemos rezando y pensando sobre qué podemos hacer para que este tiempo de gracia traiga frutos, tanto a nuestra vida personal como a la vida de nuestra Iglesia.

Y también encomendémonos más completamente a María, la Madre de Dios, que fue “bendita porque ha creído”. VN

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