LA RENOVACIÓN DE LAS URBES Y LOS BARRIOS BAJOS NO TIENE POR QUÉ SER UNA EXPERIENCIA CATASTRÓFICA PARA LOS TRABAJADORES Y SUS FAMILIAS

En inglés se le llama gentrification, palabra que el diccionario Oxford traduce como “aburguesamiento”, y se refiere al proceso en que los más adinerados se adueñan gradualmente de un barrio o un área deseable para vivir (por su clima, su ubicación o sus paisajes), desplazando a sus antiguos residentes de escasos ingresos, que deben mudarse a otra parte.

En Los Angeles y sus ciudades satélites esto ocurre todo el tiempo, y se puede observar en este momento en lugares como Santa Mónica, Venice, el centro, y aun en sitios que, como el Este de Los Angeles, nadie hubiera sospechado hace apenas unos años.

En Venice, una de las áreas más codiciadas de la urbe, viene registrándose desde hace meses una batalla sorda —y mayormente ignorada por la prensa— en torno a Lincoln Place, un complejo de edificios de apartamentos cuyos moradores, acostumbrados a pagar rentas cómodas toda la vida, se encontraron un día con que las cosas habían cambiado. Cuando la propietaria de los edificios se propuso reemplazar los viejos apartamentos por un proyecto más lucrativo de condominios, un centenar de residentes decidió plantarle cara y pelear su derecho a quedarse. Finalmente fueron desahuciados por los agentes del Sheriff. Para entonces, la compañía se había librado ya de la mayoría de los arrendatarios ofreciéndoles, “paquetes” de reubicación e incentivos parecidos a cambio de que entregaran las llaves de sus apartamentos.

Por supuesto, cuando los antiguos residentes de un barrio son los propietarios legales de su vivienda los procesos de gentrification caminan más lentos. Pero son inexorables. Tarde o temprano un área residencial rica en atractivos se revalora, los municipios, siempre hambrientos de fondos, envían a sus evaluadores, viene enseguida el incremento al predial o impuesto a la propiedad, los pudientes se adueñan de los mejores lugares, reclaman mejoras a las viviendas que no todos pueden costear (o sencillamente los antiguos residentes van muriendo) y en una década el antiguo barrio arbolado donde hasta un jardinero podía vivir es historia.

En teoría, la renovación de un vecindario es un acontecimiento positivo. Suburbios abandonados y sin esperanza se remozan, los barrios y las ciudades renacen de su miseria presente y las propiedades aumentan de valor, con el consiguiente aporte al fisco, que puede invertir en servicios públicos como seguridad, bibliotecas, bomberos, escuelas, mejor alumbrado eléctrico y pavimentación de calles. Parece una cosa deseable para el bienestar colectivo. Además, el aburguesamiento de un distrito es presentado como el resultado “natural” de las fuerzas del mercado, cuyo poder es capaz de transformar un conjunto decrépito, sórdido y económicamente deprimido, en un vecindario vibrante, con cafés, restaurantes, tiendas y servicios previamente ausentes. No hay conspiración de por medio, y todos, supuestamente, salen ganando. Y sin embargo, no es así.

Un vecindario no lo hacen solamente sus accidentes geográficos, predios e infraestructura, sino además, y especialmente, sus gentes, y en la vida real, la revaloración de un barrio no entraña un proceso orgánico para levantar el nivel de vida de sus residentes o para intercalar familias pudientes con otras de escasos recursos que pudieran beneficiarse de escuelas mejor equipadas, maestros competentes, albercas, parques y programas para los niños. Cuando la escoba del aburguesamiento zonal actúa, la población de bajos ingresos es prácticamente barrida y empujada a las orillas, a los rincones donde se encuentran las escuelas más deficientes, las calles violentas, los vecindarios dilapidados, carentes de zonas verdes y estéticamente abominables. Los desplazados, especialmente si son arrendatarios, terminan atrapados en bolsones de pobreza, donde se incuban y concentran los peores males de una ciudad. Problema tanto más grave en una urbe como Los Angeles, que pierde más que gana vivienda costeable con el pasar de los años. Una ola de aburguesamiento no resuelve un problema social, sino más bien lo traslada a otro sitio. No eleva el nivel de vida de los residentes pobres de un distrito. Se deshace de ellos. Una clase con capital, educada y con mejor acceso a los políticos y a los bufetes de abogados, los reemplaza enteramente.

El fenómeno está ocurriendo gradualmente en partes del parque McArthur y Pico Union, un distrito con gran futuro: está ubicado a pocas millas del centro, tiene un metro, un parque con su lago, tiendas y restaurantes accesibles a pie, y abundantes piezas de arquitectura victoriana, que con suficiente capital podrían ser restauradas algún día. Hasta finales de los 70, el parque McArthur todavía figuraba en las guías turísticas de Los Angeles como un paseo dominguero para llevar a los niños. Sin embargo, cuando los blancos de capa media desertaron del sector en los años 80, la alcaldía lo abandonó a su suerte, y en abril de 1992, las llamas levantadas por la golpiza a Rodney King, llegaron hasta allí. Fue el momento más triste de su historia. Las ventajas que atrajeron a muchos inmigrantes jóvenes a los alrededores del parque en los 70 y los 80 aún existen: rentas más o menos cómodas y acceso fácil gracias al transporte colectivo. Las nannies que crían criaturas ajenas en el Westside y las costureras que cosen pantalones de marca en los talleres del centro, pueden trasladarse a sus empleos usando las rutas de autobús que pasan por el área, y hacer sus compras a pie.

Quien se asoma al área en la actualidad puede ver una transformación en marcha. Las rentas van en aumento. Aun personas que tienen empleo a tiempo completo deben juntarse con otras para poder cubrir el alquiler. Decrépitos edificios de apartamentos (los caseros invierten lo menos posible en ellos, esperando un rápido ascenso del valor del suelo) dan paso a torres de condominios. En los apartamentos mejor conservados, estudiantes de USC reemplazan a trabajadores de salario mínimo. Quizá algún día, cuando esos estudiantes sean profesionales o negociantes, tal vez decidan comprar casa en los alrededores. Para entonces el proceso de gentrification, si no se controla, estará bien avanzado.

La sustitución de una clase de ciudadanos por otra en un vecindario no es cosa nueva ni exclusiva de Los Angeles. El término gentrification fue originalmente acuñado en Inglaterra para describir el aburguesamiento de barrios enteros de Londres. En New Orleans, poderosas constructoras allegadas a las cúpulas políticas en Washington están capitalizando a lo grande la oportunidad que les abrió Katrina el año pasado. Por supuesto, la Administración Bush no provocó el huracán que inundó los sectores pobres y minoritarios de la ciudad, pero se cruzó de brazos ante un desastre anunciado. Ahora los barrios destruidos por el desborde de las represas renacerán como suburbios pudientes mayoritariamente blancos, y sus antiguos residentes irán a buscar cobijo quién sabe dónde con un paquetito de reubicación bajo el brazo.

La renovación de las urbes y los barrios bajos no tiene por qué ser una experiencia catastrófica para los trabajadores y sus familias, pero para ello es esencial que sea manejada con criterios de inclusión, lo que no ocurrirá si se deja librada a las fuerzas del mercado. El parque McArthur, por ejemplo, (o el Este de Los Angeles, donde la inminente construcción de un tren ligero revalorará el valor del suelo a lo largo de su recorrido, de eso no cabe duda) puede ser conducido bajo un plan de remozamiento modelo con beneficios para todos. Después de los disturbios de 1992, muchas empresas han invertido en el área, y sus residentes cuentan hoy con farmacias, restaurantes y tiendas de primera (algo que no ocurre en el centrosur). Si la clase política se preocupa por sus residentes menos afortunados, éstos deben tener cabida en los planes urbanísticos que se aprueban en City Hall. De lo contrario, serán arrollados por una maquinaria y unos intereses desenfrenados. VN

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