LA ODISEA DE UNA SOLICITANTE DE ASILO POLÍTICO

Amalia Molina Cortina encontró su misión humanitaria en el dolor de los detenidos en Centros de inmigración. Experiencia que vivió en carne propia

Por R.W. DELLINGER

Amalia Molina Cortina vino a Estados Unidos con su familia de El Salvador en 1996. Recuerda que una mañana de un soleado invierno, sus hijos corrían para prepararse para la escuela. Como cada día dejó a Gilito (13) y luego a Amy (16).

Al volver, a solo una cuadra de su casa en Montebello, las luces de un automóvil sin matrícula comenzaron a parpadear detrás de ella. Se detuvo diciéndose a sí misma que debía mantener la calma. Un hombre vestido de civil se acercó y le pidió ver su licencia de conducir. Cuando se la mostró, le pidió que saliera del automóvil. Así lo hizo.

Apareció una mujer oficial, le dio unas palmaditas y luego la esposó. Después de meterla en el automóvil, condujeron la cuadra hasta su casa. Media docena de hombres, vestidos con chaquetas negras que en la espalda decía “Policía Federal”, saltaron y rodearon la vivienda. Tocaron el timbre y su hija mayor, Diana, que tenía casi 19 años, se acercó a la puerta. Irrumpieron y encontraron a su marido Gil en el dormitorio. Veinte minutos después, el automóvil con el matrimonio adentro, entró al garaje del sótano del Edificio federal en el Centro de Los Ángeles. Los metieron en celdas durante horas junto a mujeres con niños que iban trayendo.

Esa noche subieron a todos los detenidos a un autobús que llegó a San Pedro alrededor de las 11 p.m. Allí les tomaron las huellas dactilares, fotos y los ficharon. Amalia se sentía totalmente humillada. No podía creer lo que estaba pasando.

Pasada la medianoche, les entregaron a los detenidos dos sábanas y una colcha. Las mujeres, algunas con bebés, fueron conducidas al Pod 6. Luego Amalia supo que se trataba del Centro de Procesamiento de Servicios Federales de San Pedro en la Isla Terminal del Puerto de Los Ángeles. Y ahí fue donde ella y Gil, separados por un piso, pasarían los siguientes 16 meses luchando por el asilo político.

¿Y SI…?’

Los primeros tres días, los prisioneros de su grupo fueron transportados de regreso al Edificio federal del centro angelino. El piso estaba sucio y lleno de cáscaras de naranja. Había cucarachas por todas partes. Y al igual que la noche anterior, los funcionarios dijeron que sería mejor que firmara los documentos de deportación, aceptando abandonar voluntariamente el país. Amalia repitió lo que había respondido antes: “Primero quiero hablar con mi esposo y luego con mi abogado”. Su hija Diana pudo visitarla brevemente. Amalia le dijo que se hiciera cargo de sus hermanos menores, “¡y no te pierdas ningún día de clases! Sólo sigue viviendo como siempre lo hicimos. Todo saldrá bien”. Más tarde oró a Dios para que les diera fuerza a sus hijos. Los días pasaron lentamente hasta que llegó el momento de aparecer ante el tribunal. Mientras caminaba a la sala dijo una rápida oración de Santa Teresa de Ávila, la cual conocía de memoria: “No permitas que nada te moleste. Nada te asuste. Quien tiene a Dios no carece de nada”.

Los solicitantes de asilo fueron llamados al frente. Después de prestar juramento y escuchar sus derechos, la jueza habló con sus abogados para legalizar algo que ella realmente no entendió. A los solicitantes de asilo se les dijo que volvieran en dos semanas.

La segunda vez en el tribunal, ella estaba segura de que quedarían en libertad bajo fianza. Su abogado declaró que continuaban solicitando asilo político, y el juez dictaminó que debían volver en un mes. ¡Un mes! Esa noche Amalia no pudo dormir. Esto iba a llevar mucho más tiempo del que pensaban. Iba a ser la pelea de sus vidas, incluso más difícil que dejar El Salvador después de la Guerra Civil.

Las preocupaciones seguían corriendo por su cabeza, con 24 horas diarias para pensar en ellas. ¿Gil y ella perderían sus trabajos? ¿Y qué de la propiedad que habían comprado recientemente? Los niños estaban pagando la hipoteca con el alquiler de dos inquilinos. Pero prácticamente quedando sin dinero después de pagar las facturas. ¿Cuánto tiempo podrían seguir así? Y había un temor aún mayor: ¿qué pasaría con sus hijos si sus maestros o las autoridades descubrieran que vivían solos? Amalia sabía que enviarían a los dos más jóvenes a hogares de crianza. “Ése fue mi gran estrés y dolor como madre”, dijo. “¿Y si…? Cada día. ¿Y si?…”.

LIBERACIÓN ‘AGRIDULCE’

En agosto de 1998 las cosas empeoraron para Amalia y Gil. Su solicitud de asilo fue denegada. Estaban devastados. Pero lo que la mantuvo firme fueron todos esos años en internados católicos de El Salvador. Las monjas le inculcaron la disciplina y el cumplimiento de horarios. Sin tiempo de inactividad para tener malos pensamientos. Y eso es lo que ella intentaría hacer en su detención. También estaba su fe, y un jesuita. “Mire a su alrededor”, le dijo el Padre Robert McChesney. “Hay mucha gente aquí necesitada. Usted puede ayudarlos”. Esas palabras del capellán convirtieron su cautiverio en una experiencia educativa y luego en un ministerio. “Fui testigo de tanto”, dice. “Lo llamo la ‘Universidad de la Vida’. Aprendí mucho sobre el crimen, la injusticia, sobre cómo los niños se quedan solos sin nadie que los cuide”. Logró que algunos de sus compañeros detenidos se comprometieran a rezar el rosario todas las noches, y se unió a un grupo de estudio de la Biblia. Compartieron preocupaciones y problemas y rezaron el uno por el otro.

“Cada vez que me sentía abandonada o asustada, Dios estaba allí conmigo. Intentar ayudar a los demás me ayudó a ser fuerte”, recuerda. Fue principalmente idea de Gil presentar una apelación. Y tomó un tiempo. Pero finalmente la decisión se revirtió y el Tribunal inferior determinó que existía “miedo creíble” de regresar a El Salvador. Entonces en julio de 1999 la pareja fue liberada después de 16 meses en prisión.

“Fue agridulce”, dice Amalia. “Cuando salí me dio mucha alegría ver a mis hijos, pero fue doloroso darme cuenta de todas las personas que dejé atrás. Fui bendecida con la oportunidad de permanecer en este país, pero la mayoría no podría quedarse. Muchos gastan miles de dólares con malos abogados que les prometen que se quedarán en Estados Unidos. Pero serán deportados y perderán su dinero y todo”.

El empleador de la compañía de gas para la que habían trabajado los volvió a contratar. Amalia también encontró trabajo a tiempo parcial con “Jesuit Refugee Services”, y luego como contadora de “Get On the Bus”, un programa que lleva a menores de California a visitar a sus padres encarcelados.

La vida lentamente comenzó a regresar a la normalidad, pero Gil comenzó a tener problemas de salud que empeoraron. Aproximadamente un año después de su liberación, murió de cáncer de pulmón. Amalia cree que lo que causó la muerte de su esposo a los 52 años fue la falta de atención médica que recibió mientras estuvo detenido en esa fría prisión azotada por el viento.

La vida continuó, pero con mucha tristeza. Ella consiguió un puesto de tiempo completo en la Arquidiócesis de Los Ángeles, dirigiendo el Ministerio para familias de encarcelados, que duró 10 años gratificantes. Y hace cuatro se convirtió en directora ejecutiva del “Center for Restorative Justice Work”, que se ocupa de Get On the Bus.

 VOLVIENDO ‘ADENTRO’

 Recientemente Amalia dejó Get On the Bus respondiendo a un llamado interno que no pudo rechazar. “Sólo sentía que tenía otras responsabilidades con los inmigrantes”, explica. “A veces Dios te está diciendo: ‘Has terminado aquí. Ahora quiero que realices otro trabajo’”.

Y había una razón más urgente.

“Ahora es el momento de que empiece y lo haga”, dice. “Porque siempre ha habido un problema de inmigración. Siempre hay detenciones. Siempre hay redadas. Pero ahora uno ve las historias de personas arrestadas por nada. ¿Y qué hay de sus familias? ¿Qué hay de los niños?

“Y leemos sobre suicidios en estos lugares [de detención]. Eso nunca sucedió cuando estábamos encerrados. Tal vez los edificios en los que viven los detenidos hayan mejorado, pero lo que sucede adentro no, y tal vez incluso ha empeorado”.

Amalia pronto comenzará un programa de capacitación de  “Clergy and Laity United for Economic Justice (CLUE), que le permitirá ingresar a los Centros de detención como voluntaria religiosa. Sabe lo que esto significa para mujeres y hombres encerrados por querer una vida mejor para ellos y sus familias.

“Recuerdo cuántas bendiciones recibí de los voluntarios que vinieron a visitarme”, dice. “Así que ahora es mi turno. Espero realmente tener la oportunidad de llevar esperanza a quienes no la tienen. Quiero estar con ellos adentro, lo que es diferente a ayudar desde afuera”.

Amalia Molina Cortina escribió un libro sobre sus 16 meses en el Centro de Procesamiento de Servicios Federales de San Pedro llamado “El poder del amor: mi experiencia en una cárcel de inmigración de EE. UU.”, que se publicó en 2003. Hoy, esta salvadoreña se volvió a casar y vive en el Valle de San Fernando. VN

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