LA IGLESIA, LA SOCIEDAD Y LA REVOLUCIÓN CUBANA

50 años de una relación difícil pero esperanzadora

Con motivo del XV aniversario de la Carta Pastoral “El amor todo lo espera” de la Conferencia de Obispos de Cuba, tres laicos responden en “Espacio Laical” (www.espaciolaical.ne), publicación digital del Consejo Arquidiocesano de Laicos de La Habana, a la pregunta: ¿Cuánto cambió la Revolución el modo de relacionarse la Iglesia con la sociedad cubana?

Los laicos católicos habaneros doctor Gustavo Andújar Robles, vicepresidente de SIGNIS mundial (la asociación católica internacional para la comunicación), el licenciado y profesor Alexis Pestano Fernández, miembro del Consejo Editorial de Espacio Laical, y el licenciado Lenier González Mederos, vice-editor de esa revista, destacan la nueva forma de relacionarse de la Iglesia con el nuevo gobierno y con la sociedad cubana.

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GUSTAVO ANDÚJAR ROBLES

El cambio más dramático que sufrió la Iglesia consistió en ser sacada súbita y casi totalmente de los espacios públicos, privada así de la presencia social que le es propia a su misión, y sometida a un proceso permanente y sistemático de invisibilización que todavía hoy continúa activo en los medios, y que dificulta de modo extraordinario su labor. Esto en un mundo cada vez más comunicado, en el que estar marginado de los medios equivale casi a no exist ir.

Semejante práctica tenía sentido en la época del ateísmo institucionalizado, cuando las enseñanzas de la Iglesia se definían oficialmente como dañinas a los intereses de la población, pero después de la reforma constitucional de 1992 resulta un anacronismo absurdo.

ALEXIS PESTANO FERNÁNDEZ

En su relación con la sociedad cubana hasta los sucesos posteriores a 1959, la Iglesia partía de la premisa de una Cuba católica. Si bien es cierto que existían otras confesiones religiosas, el escaso número de sus seguidores en relación con las elevadas cifras de bautizados favorecía una comprensión homogenizante que ocultaba la complejidad del entramado social. En medio de una nación y de un pueblo católicos, la Iglesia s e entendía a sí misma como garante del orden moral comunitario para lo cual se establecía necesariamente una relación de autoridad.

Sin embargo, la insuficiente capacidad de movilización social de la Iglesia ante la escalada del conflicto que la enfrentó a las autoridades políticas revolucionarias, mostró la disonancia que padecía la forma en que la Iglesia se veía a sí misma en medio de la sociedad cubana. Pienso que este súbito asomo a lo que la frondosa estadística escondía fue sin dudas el cambio más dramático entonces. La sensación de angustia y de natural desconcierto que esto trajo puede apreciarse con una nitidez desgarradora en las bellas pastorales de monseñor Pérez Serantes, arzobispo de Santiago de Cuba. En ellas se llamaba a cerrar filas a unas huestes que desertaban masivamente o que quizás nunca hab&ia cute;an militado de verdad. Si además se añade la pérdida de la mayoría de los espacios y medios materiales para el apostolado, se puede comprender la difícil situación en que la nueva etapa de la historia nacional ponía a la Iglesia.

Era necesario, por tanto, un repensar de la vida cristiana que distinguiera entre lo accidental y lo esencial, que definiera una nueva escala de prioridades. La misión era la misma, no podía ser otra, anunciar la Buena Nueva, con oportunidad o sin ella, en medio de la excluyente ideología. No todo era negativo, la dura prueba permitía, quizás más que nunca en la historia de Cuba, el desarrollo de una fe auténtica, libre y conscientemente comprometida. Mucho se ha hablado del repliegue hacia los templos de la vida eclesial, de una reducción de la misma a lo cultual, lo cual es cierto, pero se debería señalar igualment e con admiración que en medio de todas las dificultades -algunas muy graves- la Iglesia seguía viva. Creo que las nuevas generaciones de católicos nunca podremos agradecer lo suficiente el testimonio de fidelidad de estos años.

De tal forma, la Iglesia tras 1959 pasa de la aparente seguridad de una autoridad casi incuestionada a la comprensión de una estremecedora realidad: la sociedad cubana, como todas, nunca será enteramente cristiana. El cristianismo presupone una actitud continua de conversión, de sacrificio del propio egoísmo que siempre será desafiante. La fe sólo se propone desde la humildad y el testimonio de la Palabra hecha vida. Un modo más cristiano de relacionarse con el otro, de evangelizar, fue el metal reluciente que dejó el fuego de la prueba.

LENIER GONZÁLEZ MEDEROS

La Revolución trajo consigo un vuelco radical en las relaciones que había mantenido la Iglesia Católica con la sociedad cubana. Ya en la década de los ‘50 la Iglesia había logrado articular, con cierta coherencia, estructuras pastorales efectivas para la evangelización.

Contaba, además, con variados espacios de inserción social, que le permitían incidir y ser tomada en cuenta en el espacio público. La Acción Católica, por su parte, se convirtió en una verdadera escuela de formación y articulación del laicado insular. Esta realidad eclesial de los años 50 era cualitativamente superior a la de décadas precedentes, donde la Iglesia tuvo que saldar un duro camino cuesta arriba para insertarse en la vida republicana, a donde había arribado con los pesados lastres del Patronato Regio sobre sus espaldas.

Por otra parte, la encuesta realizada en el año 1954 por la Agrupación Católica Universitaria (ACU) nos recuerda que no debemos idealizar esa realidad eclesial, pues amplias zonas rurales estaban desatendidas pastoralmente, se priorizaba la construcción de iglesias en zonas de clase media y acomodadas, y la red de escuelas católicas -por las condiciones propias de la época- no daba acceso por igual a todos los miembros de una sociedad verticalmente estratificada. Pero a la vez, esa propia encuesta refleja, en mi opinión, el grado de madurez que iba alcanzado esa Iglesia, aun preconciliar, pero que ya daba sus primeros pasos aplicando herramientas pastorales que no cobraron vida en el resto del continente hasta casi una década después, luego de finalizar el Concilio Vaticano II.

Esta es la Iglesia que recibe con esperanza el triunfo de la Revolución en 1959. Poco tiempo después cobró vida un diferendo entre ella y el sistema político. Este diferendo representó para la Iglesia la privación de todos estos espacios de incidencia social, la negación pública por mucho tiempo de sus aportes, con luces y sombras, a la historia nacional e incluso, la articulación de rígidos mecanismos de discriminación y exclusión social contra aquellas personas que profesaban abiertamente su fe. Ha sido este un largo camino lleno de meandros, de profundas desgarraduras personales y de desconfianzas mutuas.

En el corazón del conflicto laten los recuerdos de las pastorales anticomunistas de los años 1960 y 1961 y la oposición violenta de importantes sectores del laicado al nuevo gobierno por lo que juzgaban una traición de este al carácter popular y nacionalista de la Revolución (al inclinarse esta por el marxismo-leninismo). Muchos de ellos pasaron de la luch a armada para derrocar a Batista, a la lucha armada para evitar la implantación del comunismo. Recordemos que son los años duros de las persecuciones en Europa del Este contra la Iglesia, donde el comunismo era percibido como el mayor enemigo de ésta. VN

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