
KATRINA Y RITA, DOS HURACANES QUE LLEGARON PARA DESTRUIR Y DEVELAR FALLAS SOCIALES
Las imágenes de Nueva Orleáns inundada, los cuerpos flotando en las aguas, las historias de gentes atrapadas en los áticos de las casas, los casos de ancianos abandonados a su suerte en asilos y hospitales y la negligencia en rescatar a quienes se hubiesen salvado mediante una pronta acción estaban aún frescos en la memoria, cuando un nuevo huracán castigó la región del Golfo de México el 24 de septiembre.
Igual que su predecesor, Rita alcanzó la magnitud cinco, la más elevada en la escala de las grandes tormentas y se lanzó contra Texas y Luisiana multiplicando los estragos y las miserias causados por Katrina. Las bombas aún trabajaban desecando los barrios de Nueva Orleáns, y las brigadas del Cuerpo de Ingenieros del Ejército andaban a marchas forzadas para reparar los diques que a duras penas protegían la ciudad, y de nuevo había que partir. El nuevo monstruo, de 500 millas de diámetro y vientos de 145 millas por hora, desbarató los planes ya de por si endebles y tímidos que se proponían para reparar los daños del primer ciclón y para reubicar a decenas de miles de damnificados, la vasta mayoría de ellos negros pobres, pero también decenas de miles de hispanos.
A estas alturas las autoridades federales y estatales habían aprendido su lección, y mucho antes de que el huracán tocara la costa del Golfo, ordenaron sin demoras evacuar Galveston y Houston, que parecían ser el blanco de Rita. Sin embargo esta salida se produjo sin orden ni concierto, con una pobre planificación, y de manera indisciplinada. Tres millones de almas congestionaron la autopista 45 camino al norte de Texas, causando un embotellamiento de cien millas bajo una temperatura de 90 grados Fahrenheit. La escasez de gasolina, la lentitud de la marcha y el sobrecalentamiento de los motores (algunos automovilistas se quejaron de no poder avanzar más de 45 millas en 12 horas de viaje), varó a muchos en el camino, obstruyendo la evacuación. Un autobús que transportaba a un grupo de ancianos de Nueva Orleáns se incendió en la vía y 23 de ellos murieron calcinados. Incapaces de seguir adelante, un buen numero de automovilistas, temiendo ser sorprendidos por el huracán en pleno descampado, prefirió regresar al punto de partida y hacerle frente en sus propias casas.
A diferencia de un terremoto, que se presenta sin aviso y donde menos se lo espera, los huracanes son fenómenos predecibles, cuyo nacimiento, evolución y trayectoria pueden ser seguidos por los satélites y otros medios modernos, lo que hace posible evacuar las poblaciones por donde pasará. Países con menos recursos han demostrado que con método y disciplina es posible despoblar regiones enteras en emergencias parecidas. Sin embargo, durante la emergencia presentada por Rita, parecía imperar la mentalidad de “mirar cada quien por sus huesos”. Al final, afortunadamente, Rita no produjo grandes pérdidas humanas. Al escribirse este artículo las bajas mortales no pasan de ocho, muchísimo menor que las registradas en Nueva Orleáns a consecuencia del Katrina, que rondan las mil. Aún así, la devastación que causó el segundo huracán en Luisiana, Mississippi y Texas es impresionante. Poblados enteros han sido barridos o yacen bajo las aguas, comunidades enteras se han quedado sin trabajo y sin medios de sustento. Si se suman ambas calamidades, resulta que hay centenares de miles de desplazados, al menos medio millón de personas perdieron sus viviendas y muchas áreas no tienen servicios esenciales -electricidad, agua potable, drenaje, hospitales, escuelas-. Los ojos de la actual generación no habían visto antes en Estados Unidos devastación tan generalizada como la que causaron estos ciclones casi gemelos.
Pero al disiparse los vientos de Rita y tras el obligado repaso de las averías causadas por la madre naturaleza, vuelve a hablarse -por segunda ocasión consecutiva en un mes- de “reconstrucción”, un término que parece tener variadas acepciones, según la ideología de quien lo usa. Como quiera que sea, la tarea implica un esfuerzo de proporciones históricas que este país no había abordado en muchas décadas. Más que rescatar una zona devastada reconstruyendo su infraestructura productiva y haciendo funcionar servicios temporalmente abatidos, como agua potable y electricidad, la tarea entraña casi la reconfiguración del país y una nueva manera de pensar sobre las necesidades humanas. Ambos huracanes, pero especialmente Katrina, pusieron al desnudo condiciones sociales y materiales que no debieran existir en un país con los recursos y el poderío económico de Estados Unidos. Las aguas sacaron a flote los enormes bolsones de pobreza del Sur. Es, por decirlo de alguna manera, el “tercer mundo” que la potencia más poderosa del planeta lleva dentro de sí, y que siempre se ha cuidado de ocultar. Hoy sabemos que los residentes de Nueva Orleáns que no pudieron evacuar a tiempo para salvarse de Katrina no tenían automóvil o el dinero suficiente para pagarse el pasaje en autobús, y que el 53% de los damnificados en los albergues de Houston carecían de seguro médico. Para estos estadounidenses volver a la “normalidad” no es que se diga una propuesta tentadora.
Por supuesto, hay cuestiones prácticas que resolver de inmediato. Dar vivienda decente a los centenares de miles de desplazados, rescatar la infraestructura útil, crear condiciones para que los niños vuelvan a las escuelas, proveer servicios sicológicos a las personas traumatizadas, implementar programas de vacunación y atención médica de urgencia. El Wall Street Journal planteó el otro día que Katrina y Rita han creado un campo gigantesco en el Sur para experimentar con ideas innovadoras. Claro, la actual calamidad que se abate sobre las poblaciones damnificadas por ambos huracanes es el momento ideal para impulsar en toda la región un plan piloto de seguro médico universal, implantar el concepto de salario digno (ligado a créditos fiscales para las empresas que lo otorguen a sus trabajadores), ayuda económica y legal a los pequeños empresarios arruinados (a mediados de octubre entrará en vigor una nueva ley sobre bancarrotas), ayudar a quienes perdieron sus casas para que puedan reconstruirlas, y complementariamente, echar a andar un plan ambicioso de vivienda costeable que pudiera servir de modelo para el resto del país.
Sólo así se puede echar las bases para empezar a erradicar esas condiciones de pobreza y racismo arraigados que todo el mundo vio por televisión. VN
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