EL GIGANTE DEL ‘PULGARCITO DE AMÉRICA’
Monseñor Óscar Arnulfo Romero cobra un brillo inusitado desde que su Santidad informa que será canonizado
SAN SALVADOR.— Algunas cosas siguen igual y otras han cambiado -a veces para peor- en El Salvador después del asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero hace 35 años. Pero en medio del tráfago, las violencias, las carencias y la incertidumbre de vivir en este territorio, Monseñor Romero ha cobrado una presencia renovada desde que el Papa Francisco dio a conocer, en los primeros días del año, que su canonización era inminente. El sacerdote que se atrevió a decir, en este país de crudas desigualdades, que “la justicia es igual a las serpientes: sólo muerden a los que están descalzos”, se ha impuesto a sus poderosos detractores, que, lo acojan o no, han acabado por aceptar que es inevitable coexistir con él.
“Monseñor Romero nos pertenece a todos”, decía hace poco el candidato del partido Arena a la Alcaldía de San Salvador, Edwin Zamora, al final de una presentación de campaña. Fue un gesto inesperado, que pareció sorprender a los miembros de su propio partido, fundado por Roberto D’Aubisson, el líder que la Comisión de la Verdad de la ONU identificó como autor intelectual del asesinato de Monseñor. Apenas el año pasado, el actual alcalde de la capital, Norman Quijano, también de Arena, se proponía rebautizar una importante vía de San Salvador con el nombre de D’Aubisson. El anunció levantó una campaña en las redes sociales movilizada bajo el lema: “Ninguna calle llevará tu nombre”, aludiendo al del fundador de Arena.
Pero ahora Zamora ha prometido que de vencer en la elección municipal este domingo, dedicará una plaza en el centro de San Salvador a la memoria de Monseñor. Ya existen un aeropuerto y una autopista que llevan el nombre de Romero, pero las buenas intenciones de Zamora son bienvenidas porque representan un cambio de tono, y quizá, otra manera de pensar.
Romero es un referente universal. Es una de las figuras más importantes del siglo XX, y no sólo en El Salvador. Cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, visitó el país en 2011, hizo una peregrinación a su cripta en la Catedral de San Salvador. Los mandatarios que visitan el país también suelen hacer una parada para rendirle homenaje en su tumba. El respeto a la vida, la dignidad humana y la justicia social, principios que él defendía y por los que dio la vida, aplican a la gente de todo el planeta. No era un político ni un revolucionario, pero sí un líder excepcional. Raramente la historia produce un ser de esa talla. Cuando condenaba la violencia en los albores de la guerra, no lo hacía mirando hacia un lado. No quería que la gente del pueblo fuera masacrada, pero tampoco deseaba el sacrificio de los combatientes y soldados. Romero era y es de todos. Empezando por los salvadoreños. Sus compatriotas lo visitan todos los días, le llevan ofrendas, le piden favores.
A los males que Romero nombraba en una época particularmente difícil para hacer señalamientos -desigualdad social, explotación, represión- se han agregado otros que en parte son secuela de problemas no resueltos, y que El Salvador no sabe cómo encarar. Ya no mandan los regímenes militares, pero hay autoritarismo en muchas formas. En su ausencia no hay nadie que se interese por los salvadoreños –y por el país– con la misma integridad, compromiso y sensibilidad que eran rasgos inherentes a Monseñor.
Por ello, una de las consecuencias más valiosas de su canonización debería ser la difusión y conocimiento de su obra y pensamiento. Monseñor Romero era esencialmente un humanista, y en este país aquejado de violencia, extorsiones, intolerancia, pérdida de la identidad, erosión de valores, y consumismo rampante, los salvadoreños de todas las procedencias e ideologías hallarían un ejemplo de rectitud y un liderazgo que nadie más ofrece. Otros países que se encuentran en situaciones similares podrían igualmente volcarse hacia el legado de Romero, que generosamente siempre tiene algo que dar. VN
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