EL FOTÓGRAFO ARTURO MARI, MEDIO SIGLO AL LADO DE SEIS PAPAS
En su memoria destaca el sentido del humor de Wojtyla y Teresa de Calcuta
«Oficialmente, presenté mi dimisión hace tres años pero en realidad trabajo todavía tanto que mis superiores no me han dejado irme». Ahora ha llegado el momento: «Es justo que también otros tengan el mismo espacio, la misma satisfacción y la misma fortuna que he tenido yo». Son palabras de Arturo Mari, fotógrafo de «L’Osservatore Romano», y desde hace 51 años al servicio del Papa. Pero no de uno solo.
Nacido en 1940, ha seguido a seis pontífices. Empresa posible, obviamente, sólo si se inicia muy joven. Arturo tenía sólo seis años cuando entraba en el cuarto de revelado de su padre y era poco más que un chaval cuando empezó a hacer fotos en el Vaticano: «Entré a las 11 horas del 9 de marzo de 1956 y no volví a salir».
¿Cómo se vive de jubilado? «No descanso, trabajo quizá más que antes, entre conferencias y premios». Muchos se lo disputan, pero les cuesta trabajo. «Me gusta estar un paso atrás –confiesa en una entrevista concedida a Zenit–, será quizá por la educación recibida de mis padres, el caso es que me lo paso mal cuando tengo que hablar en público».
También este encuentro se ha conseguido tras un largo tiempo de «hacerle la corte» y un par de horas antes de su enésimo vuelo internacional, para hablar a los jóvenes, a los seminaristas, a los fieles y también a los historiadores, sobre «sus» Papas.
Con un tono de voz bajo, Mari ofrece un puñado de palabras. Pocas. Más bien poquísimas pero espontáneas, como romano auténtico que es. Nacido a cien metros del Vaticano, en el típico barrio del Borgo, aunque ha recorrido el mundo entero, Mari no parece haberse alejado nunca de la Plaza de San Pedro. Conserva una mirada tímida y maneras mesuradas. Quizá por este motivo en el Vaticano no se hacen a la idea de que se vaya.
Cada uno de los seis pontífices le confirmó en el cargo, otorgándole confianza y libertad de acción. «Nunca me han dicho que dejara la cámara impidiéndome hacer fotos. Lo que he hecho ha sido por propia iniciativa. Como cuando Juan Pablo II oraba en la capilla. Tras hacer la primera foto, me iba; oírle hablar con el Señor, así tan absorto, bueno, ese no era mi lugar».
Por sus recuerdos desfilan Pío XII, el Papa de la silla gestatoria, el hombre de gestos amplios y solemnes que en el jovencísimo fotógrafo suscitaban «la manía de buscar la expresión justa, el momento mejor a inmortalizar».
Luego, Juan XXIII, con el que «la Iglesia empezaba a abrir las puertas y el Papa estaba en medio de la gente». Pablo VI «tímido, cerrado, el primer pontífice que salió al extranjero».
El repentino paréntesis del Papa Albino Luciani, Juan Pablo II,, desaparecido tras apenas 33 días de pontificado: «Le fotografié en el jardín cuando caminaba por un sendero de cipreses. La imagen de este hombre que se aleja, de espaldas, cuando la miré después, me parecía premonitoria».
Luego, Juan Pablo II, retratado tanto con los jefes de Estado de todo el mundo como con los niños de las leproserías. Y con el que pasaba días enteros. «Sabía cuándo entraba en sus aposentos, a las seis y cuarto de la mañana, pero no sabía cuando salía. Quizá a las ocho de la tarde o a las diez».
Y, por último, Benedicto XVI, «inteligente y bueno, un hombre que ha sabido llevarnos con dulzura, en un momento de transición verdaderamente delicado».
Pero obviamente el tiempo que más le ha marcado han sido los 27 años de pontificado de Juan Pablo II. Arturo lo recuerda por su gran espiritualidad. El Papa polaco, siempre en oración. Pero también el Papa simpático que, con la madre Teresa de Calcuta, representaba duetos muy divertidos. «You are a businessman», eres un hombre de negocios, le decía ella. «Este dinero es para ti», le respondía irónico el pontífice.
Era una relación de amistad, la de los dos líderes religiosos. «Pequeñita, ella, pero ¡qué fuerza! Cuando iba a ver al Papa, como se dice en Roma “batteva de banco”. Es decir, pedía, pedía poder hacer cosas. La religiosa era una metralleta, “ta-ta-ta”, echaba fuera todo lo que tenía que decir».
Wojtyla la estrechaba contra su corazón y le acariciaba la cabeza intentando tranquilizarla, apaciguar aquella emoción agitada que tanto le enternecía. Y entonces decía: «slow, slow, despacio, despacio».
Imposible transmitir más de medio siglo de acumulación de momentos inolvidables. Sobre todo, los últimos, los de la enfermedad de Juan Pablo II. «Estando cerca, veía su sufrimiento, pero nunca se avergonzó de que lo vieran. Al contrario, nos hizo comprender lo que quiere decir estar enfermos».
Se interrumpe, para impedir que se le salgan las lágrimas, y reanuda los recuerdos: «Aquellos ojos, luego… seis horas antes de que muriera, monseñor Stanislaw me llamó, pidiéndome si podía ir urgentemente a los aposentos de Su Santidad. Yo, sinceramente, no comprendía nada».
Mari, sorprendido, acoge de todos modos la invitación que le hace monseñor Stanislaw Dziwisz, secretario personal de Juan Pablo II. Se reúne con él, ve sus ojos con lágrimas. Luego, el abrazo fraterno. Las palabras, también pocas, que es capaz de decir el fotógrafo, de repente, ya no tienen sentido.
En silencio, los dos hombres salen del ascensor. Giran enseguida a la izquierda y luego a la derecha, para recorrer el largo pasillo, «al final del cual monseñor Stanislaw me coge de la mano y me lleva hacia la habitación del Papa». Mari entonces comprende y se pone rígido: «Me quedé de piedra». No hubiera querido entrar. «No, no». Pero el secretario insiste: «Ven, te quiere ver».
Una vez dentro, Dziwisz dice: «Santo Padre, Arturo está aquí». En ese momento, Juan Pablo II alza la mirada, encuentra la de su fotógrafo, le acaricia la mano. «Tenía una cara que nunca le había visto. Me arrodillé, me bendijo y me dio las gracias».
A duras penas contiene la emoción: «La única persona que me ha dado las gracias en mi vida, mire usted, ha sido un Papa en su lecho de muerte. Luego volvió el rostro, como si estuviera preparado para otro encuentro más bello». VN
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