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EDUARDO LÓPEZ: VETERANO DE INCONTABLES BATALLAS

De las guerras de antes emerge un héroe latino digno de homenajear hoy

Estados Unidos celebra este año el Día de sus Veteranos de guerra empantanado en un conflicto tan sombrío e impopular en Irak que amenaza con empañar el brillo de las proezas alcanzadas por sus soldados en el pasado.

Es una reacción humana inevitable, pero al mismo tiempo injusta, que Vida Nueva pretende balancear retratando en este artículo a un soldado hispano que se destacó en tiempos de guerra sin las ambigüedades del presente.

Conozca aquí al piloto Eduardo López, de 84 años de edad, sobreviviente y héroe condecorado de dos conflagraciones bélicas: la Segunda Guerra Mundial y Corea.

Su vida de aventuras y sacrificios nos recuerda una página de la historia escrita a fuego que conviene leer nuevamente.

Eduardo López recibió las medallas “Corazón Púrpura” y la “Cruz de Vuelo Destacado”, por volar una peligrosa serie de misiones como miembro del escuadrón de combate 387, por participar heroicamente en “La Batalla de Bulge”, y por ejecutar con éxito cantidad de vuelos sobre Europa apoyando a las tropas de tierra del General Patton.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial (donde se había ofrecido voluntariamente como soldado), Eduardo volvió a ser reclutado para pilotear misiones en la guerra de Corea, haciendo vuelos rasantes para dejarles caer su correo a los soldados estadounidense en tierra, manejando un avión sin armas que lograba apenas esquivar los constantes disparos antiaéreos que le dirigían las baterías enemigas.

Hoy día, a los 84 años de edad y después de sobrevivir doscientas misiones de combate en dos grandes conflictos bélicos, Eduardo López mantiene su relación de amor con los aviones. En el aeropuerto de El Monte, donde aún descansa el biplano N2S-E Stearman que fue su primer avión de entrenamiento en 1940 (y estrella de la serie de television “JAG” hace unos años) Eduardo López acompaña a su hijo Gabe, quien heredó la pasión por volar de su padre y dirige desde hace 12 años la escuela de pilotos “San Gabriel Valley Flight School”.

En las instalaciones de esta escuela de aviación, Eduardo López accedió a repasar para Vida Nueva los hechos más sobresalientes de su vida aventurera… empezando por el primer acto de heroísmo realizado cuando apenas tenía 5 años.

LA PRUEBA DE FUEGO

“A comienzos de los años veinte –comienza recordando Eduardo– mi padre se mudó desde Nuevo México a California, para trabajar en una de las panaderías más grandes de Los Angeles y pronto mandó traer al resto de su familia, que por esa época consistía de mi madre y dos hermanas nacidas en Albuquerque, Tomasita y Celia. Vivían en la calle Hooper, cerca de Washington, en el Surcentro de Los Angeles. Allí nací yo el 17 de julio de 1923. Luego nos mudamos a Bunker Hill, donde nacieron mi hermano Hugo y Dorothy, completando así nuestra familia. Finalmente, como a mi papá le iba bien en la panadería, nos mudamos a una casa más grande en la calle 21 y Griffith, una de las hermosas áreas de esa época”.

Esa misma casa de madera de dos pisos se prendió fuego accidentalmente un día. Todo el mundo salió corriendo al exterior apenas brotaron las primeras llamas del incendio. Como los padres de Eduardo no se encontraban en esos momentos en casa, los niños tuvieron que salvarse solos. No había transcurrido más de un minuto, cuando Eduardo –que entonces tan sólo contaba 5 años de edad– se acordó que su hermanita Dorothy se había quedado adentro, dormida en su cuna. Sin dudarlo, el niño volvió a entrar corriendo y rescató a la bebé de la cuna y de la casa que empezaba a ser devorada por el incendio. “Es curioso cómo sin pensarlo uno hace lo que tiene que hacer –reflexiona Eduardo, quitándole importancia al asunto–. Cuando llega el momento, uno actúa automáticamente”.

Con una vida ya marcada por ese desarrollo precoz, Eduardo empezó a trabajar desde muy pequeño en el mercado central en las calles 10 y San Pedro, cargando bolsas de legumbres que iban para otros mercados. “Además –agrega Eduardo–, yo repartía periódicos por la mañana, lo cual me ayudaba a juntar suficiente dinero para pagar mi ropa”.

Alrededor de los 10 años de edad, Eduardo se mudó con su familia a una casa en la calle 29 y Maple. Los niños iban a la cercana escuela 29th St. School, en la 29 y San Pedro, y tomaban clases de catecismo en una de las más bellas iglesias de Los Angeles, la iglesia St. Vincents, en Adams y Figueroa.

“Cuando terminé la escuela pasé a la secundaria John Adams Jr. High, en la 30 y Broadway – dice Eduardo–. Yo seguía aún repartiendo periódicos. Los domingos me levantaba a las 3 de la madrugada para llevarles el ‘Sunday Times’ y el ‘Herald Examiner’ a sus suscriptores”.

HISTORIAS DE VAQUEROS

“Al lado del Coliseo de Los Angeles estaba la piscina olímpica, donde aprendí a nadar –continúa recordando Eduardo López–. El parque Exposition tenía además un montón de atracciones para nosotros los jóvenes: estaba el museo, los jardines donde yo cazaba sapos y ranas, las canchas de tenis, etc.”.

A pesar de cuánto disfrutaba Eduardo su vida en la ciudad, su madre decidió un día que el joven debía conocer la vida rural, visitando a sus abuelos en Albuquerque. Era la primera vez que Eduardo salía de California y el contraste lo llenó de asombro.

Los abuelos, por ejemplo, tenían caballos, no automóviles. Eduardo quedó sorprendido de ver que los “cowboys” del lugar todavía amarraban las bridas de sus cabalgaduras en la entrada de las tiendas, tal como él veía en las películas. En la ciudad de Socorro Eduardo se anotó en la escuela y al tiempo conoció allí a una muchacha de la que se enamoró, Rosalía López.

El padre de Rosalía tenía uno de los ranchos más grandes de la región, y Eduardo empezó allí a trabajar de vaquero. “Era extraño ver a los cowboys anglosajones hablar español, pero todo el mundo en los ranchos y en los alrededores hablaba español. Aunque yo crecí hablando inglés, pronto pude hablar un español bastante bueno”.

Eduardo recuerda con nostalgia y admiración a su caballo “Tiger”, un caballo de show que bailaba todo el tiempo, dando pasos hacia la izquierda, otros pasos a la derecha, luego unos pasos para atrás, nunca quieto, siempre moviéndose. Cuando llegaba la hora de juntar al ganado, “Tiger” estaba más cansado y sudoroso que ningún otro caballo, por eso a los otros vaqueros no les gustaba montarlo, y se lo daban a Eduardo. Pero “Tiger” hacía lucir bien a su joven jinete cuando cabalgaba por el pueblo, y la gente se paraba a ver al caballo bailarín como si fuera un desfile. Una anécdota en especial, de aquella época y aquel caballo, le ha quedado grabada en la memoria a Eduardo López: durante una tormenta particularmente fuerte, los vaqueros salieron al rancho para reparar cualquier daño que hubiera ocurrido, debido a que el río estaba desbordado. Aunque cabalgaban en grupo, Eduardo quedó separado de los demás buscando un lugar seguro para cruzar el río. Como siempre, montaba a “Tiger”, el caballo bailarín.

Por fin, Eduardo dirigió a “Tiger” hacia las turbulentas aguas del río y el caballo aceptó el desafío sin titubeos. Pronto se encontraron en aguas profundas y arrastrados río abajo por una fuerte corriente. El agua le llegaba a las caderas, “pero era como andar sobre un bote –explica Eduardo–. ‘Tiger’ nadaba como un campeón. Con sus orejas alzadas, su cabeza y los ojos fijos en la otra orilla, lucía hermoso. El caballo sabía que volvía a casa y ningun río ni inundación iba a detenerlo. Yo podría haber cruzado desde allí el río a nado si hubiera sido necesario, habiendo aprendido a nadar en la alberca olímpica, pero me alegro de no haber tenido que intentarlo, con un caballo tan fuerte y bravo bajo mis pies. Cuando salimos del río, no tuve que guiar a ‘Tiger’ hacia el rancho. El caballo sabía exactamente qué camino seguir y enfiló hacia ese lugar. Cuando llegamos, los otros vaqueros se aliviaron de verlo porque lo habían estado buscando sin encontrarlo y temían que se hubiera ahogado. No podían creer que ‘Tiger’ hubiera sido capaz de cruzar ese río tan crecido. No hace falta decir que sintieron un nuevo respeto por ‘Tiger’ a partir de entonces”.

La aventura con su caballo no fue más que uno más de los incontables momentos felices de su juventud que Eduardo vivió en el campo.

“La vida en Socorro y en ese rancho fue una experiencia inolvidable para mí –dice–, pastoreando ganado, corriendo detrás de manadas de caballos salvajes por las praderas. Fue una gran diversión y conocí a un montón de gente maravillosa y aprendí sobre la historia de nuestra familia en Nuevo México”.

Pero todas las cosas buenas tienen un final y unos familiares trajeron de vuelta a Eduardo a California, a bordo de un nuevo y flamante 1939 Plymouth sedán. Ya de vuelta en Los Angeles, el reencuentro con su ciudad fue impactante para Eduardo.

“Todos mis amigos seguían aquí, viviendo una vida monótona y gris de ciudad y nada sabían de los grandes momentos que yo había pasado en New Mexico”.

AVENTURAS DE JUVENTUD

Aún así, el joven pronto encontró en Los Angeles nuevas cosas en que ocupar su mente y su cuerpo. Primero se inscribió en la secundaria John Adams Jr. High. Luego, en su tiempo libre, iba a hacer ejercicios a “Muscle Beach” en la playa Venice, y a zambullirse por dinero arrojándose en clavado al mar desde su muelle. Eduardo salía del agua con su boca llena de las monedas de 25 centavos que recogía. La gente tiraba algunas más y Eduardo volvía a zambullirse detrás de ellas.

“Zambullirse por plata desde la punta del muelle tenía sus peligros –admite Eduardo–. Como el océano tenía sus mareas altas de 15 ó 20 pies, uno debía cronometrar la zambullida para alcanzar el punto más alto de la marea: así la caída libre en el vacío era sólo de diez pies, y no de 30 pies como cuando uno caía con la recesión de la marea”.

Durante las vacaciones escolares de verano, Eduardo y un amigo llamado Gilbert decidieron viajar a New México, subiéndose sin ser vistos a los trenes de carga que iban rumbo el este.

“Esta era la clase de vida con la que sueñan todos los muchachos –se ríe Eduardo–. Libres como el viento, disfrutando de una travesía a través del continente, de paisajes y vistas que jamás se ven desde la carretera. En aquellos días, un viaje así era seguro. La gente que conocimos en el camino era amistosa y sin maldad en sus corazones”.

En Nuevo México Eduardo retomó su relación con Rosie y comprobó con alegría que el caballo “Tiger” seguía haciendo sus pasos de baile.

ESTALLA LA GUERRA

“En 1940 yo acababa de cumplir 17 años, la edad en que uno podía unirse al ejército con el consentimiento de los padres. Mi amigo Gilbert se unió a los Marines, antes incluso del reclutamiento obligatorio”.

Aunque le atraía la acción, Eduardo decidió completar su educación primero, asistiendo a la escuela Jacob Rils High School, y luego transfiriéndose a la escuela politécnica John H. Francis en Washington y Flower. Sus calificaciones allí eran promedio, pero Eduardo se destacó pronto en gimnasia y natación. Un profesor escribió una carta recomendando al joven Eduardo para el cuerpo de aviadores del Ejército (Army Air Corps).

“Una mañana de domingo, el 7 de diciembre de 1941, estábamos en casa leyendo el periódico cuando la radio anunció la noticia de que los japoneses habían atacado Pearl Harbor. Yo nunca había oído hablar de Pearl Harbor ni tampoco tenía idea de dónde se encontraba ese lugar. Pronto me enteré que era un puerto en Hawaii, cuando todo el vecindario salió a la calle a comentar sobre el ataque y el presidente Roosevelt hizo un discurso anunciando la declaración de guerra.

“Uno podía escuchar sirenas de emergencia a lo largo y ancho de la ciudad, todos esperaban un ataque inminente sobre Los Angeles. La ciudad quedaba totalmente a oscuras durante la noche, incluso se cubrían sobre las señales de tráfico para que no pudieran verse desde el aire. Una noche nos despertaron las descargas de baterías antiaéreas disparándole a supuestos aviones enemigos. Se veían los haces de luz de los reflectores rastreando el cielo. Pero todo fue una falsa alarma. Luego del shock inicial, las cosas volvieron poco a poco a la normalidad en Los Angeles”.

Eduardo completó sus estudios y se graduó de la escuela politécnica en junio de 1942. Con la carta de recomendación de su profesor en la mano, se encaminó enseguida hasta el edificio de Pacific Electric en la calle 6 y Los Angeles, para enlistarse en el ejército. Por una coincidencia, el famoso actor de cine Clark Gable se encontraba también allí registrándose.

LA VIDA DE SOLDADO

“En esa época –explica Eduardo– si uno era reclutado a la fuerza podía ser asignado a cualquier sector que necesitara soldados, la infantería, la división de tanques, cualquiera. Pero si uno se enlistaba voluntariamente, podía elegir dónde servir. Era el 13 de agosto de 1942 cuando yo me uní voluntariamente al Ejército de Estados Unidos, con la esperanza de ser asignado al cuerpo de aviadores”.

A partir de ese momento, la vida de Eduardo –al igual que la de Estados Unidos y el mundo entero– cambió. Aceleradamente el joven fue sometido al más duro entrenamiento físico, aprendiendo al mismo tiempo las complejidades de cómo pilotear diferentes tipos de aviones y escalando grados en la jerarquía militar.

De allí fue enviado directamente al escenario de combate, regresando a su país y a su familia –como ya dijimos al principio– con el pecho lleno de heridas y de condecoraciones por su valor y heroísmo. Su nombre es Eduardo López: un verdadero héreo hispano a quien que vale la pena recordar durante este “Veterans Day”. VN

TIPO DE AVIONES QUE EL CAPITÁN LÓPEZ PILOTEÓ EN SU CARRERA AÉREA

P47 Thunderbolt

F86 Saber Jet

P40 Warhawk

P51 Mustang

P38 Lightening

PT17 Stearman

BT 13

AT 6 Texan

Beech Twin Engine

VN

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