
DÍAS DE MUERTOS, ESPERANZA PARA LOS VIVOS
(fOTO: Arzobispo José Gomez durante la celebración del Día de los Muertos en el Cementerio Calvary en Los Ángeles. / David Amador Rivera).
Por Monseñor José H. Gomez Arzobispo de Los Ángeles
El pasado fin de semana, celebré nuestra misa anual del Día de los Muertos en el cementerio Calvario, situado al este de Los Ángeles.
El Día de Muertos es una bella expresión cultural de la conmemoración tradicional de la Iglesia de esta memoria litúrgica, en la que recordamos e intercedemos por nuestros seres queridos que nos han precedido. Además, la semana pasada tuve el privilegio de celebrar esa conmemoración en el cementerio Fieles Difuntos, en Long Beach.
Este mes de noviembre es tradicionalmente el mes en el que la Iglesia nos pide que pensemos acerca de nuestra mortalidad y acerca de las “cosas últimas”: la muerte y el juicio, el cielo y el infierno.
Estas creencias y costumbres son otro recordatorio del “realismo” que prevalece en el corazón de nuestra fe católica. La realidad de toda vida humana es que hay un momento para nacer y un momento para morir. Pero este no es el final de la historia.
Como católicos, entendemos estas cosas últimas a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios que vino para convertirse en hijo de María, que vino a compartir nuestra condición humana.
Por su amor, Él nació del seno de su madre y padeció la muerte. Pero resucitó al tercer día y, desde entonces, la vida humana ha estado abierta a la esperanza de la resurrección.
Nuestra sociedad actual necesita del realismo del Evangelio, del realismo de las tradiciones de la Iglesia.
Por una parte, la muerte nos rodea. Nuestras noticias están llenas de informes sobre personas que fueron asesinadas o que murieron trágicamente. Basta con tomar un periódico o con encender las noticias de la noche para constatarlo. Tenemos también una extraña fascinación por la muerte en nuestro entretenimiento popular.
Mientras, por un lado, tratamos la muerte como un espectáculo, como algo que observamos; por el otro, la muerte es un tema que parecemos querer evitar.
Esto es parte de la razón por la que nuestra sociedad de consumo está obsesionada con los productos que prometen programas para la “salud y el acondicionamiento físico” así como para “retrasar los efectos del paso del tiempo”, con el fin de combatir los procesos naturales del envejecimiento y del acercarse a la muerte.
La triste verdad es que en nuestra sociedad y en nuestra cultura, le tenemos miedo a la muerte.
Creo que esto se debe a que en un mundo en el que la fe en Dios se está desvaneciendo, la gente ya no puede ver ni esperar nada más allá del horizonte de este mundo. Hay una especie de tranquila desesperación ya que la gente ha llegado a creer que no hay “nada más” que lo que tenemos aquí.
Esta desesperación tácita está detrás de algunas de las tendencias más alarmantes de nuestra sociedad: la presión por establecer la eutanasia, el dramático aumento de los suicidios y adicciones, y, lo que es más trágico, incluso entre nuestros jóvenes.
Pero la realidad de nuestras vidas es que la muerte no es el final de nuestro viaje. En Jesucristo, la muerte es una encrucijada que nos conduce a un nuevo inicio, a un amor que nunca termina.
¡La eternidad es nuestro destino! Este es el objetivo de esta peregrinación terrena que estamos haciendo. Esta es nuestra esperanza y es una esperanza que no nos decepcionará, como solía decir San Pablo.
En estos días de noviembre, la Iglesia celebra el Día de los Fieles Difuntos y el Día de Todos los Santos. Y estas fiestas están unidas.
Cada alma es creada para ser santa.
Esa es la realidad de nuestras vidas. Esto es lo que Dios quiere para la vida de ustedes y para la mía. Es algo mucho más hermoso de lo que podríamos imaginarnos. Nacemos para ser hijos de Dios, y cuando muramos le perteneceremos a Dios para siempre en el cielo.
La vida de cada santo en el cielo empieza aquí en la tierra, en las elecciones que hacemos, en la forma en que escogemos vivir.
Por eso la Iglesia nos da estos “días de los muertos” en noviembre, para recordarnos por qué vivimos.
Jesucristo vino a compartir nuestra vida humana y nuestra muerte. Él vivió, murió y resucitó. Y así, si morimos con Jesús, resucitaremos con Él, para vivir para siempre en su reino de vida y de paz.
Si seguimos a Jesús en esta vida, si tomamos su mano y vivimos de acuerdo a su plan de amor, entonces Él nos resucitará. Una tumba sólo puede contener el cuerpo. El alma que cree en Jesucristo es libre, ninguna cadena puede retenerla.
Oren por mí esta semana y yo seguiré orando por ustedes.
E intensifiquemos en estos días nuestras oraciones por aquellos que nos han precedido, marcados por el signo de la fe. Todos estamos unidos: los muertos y los vivos y cada uno de nosotros, los que esperamos en Jesús. Todos estamos conectados en una comunión de amor, en una comunión de santos.
Pidámosle a María, nuestra Santísima Madre, que interceda por nuestros seres queridos, para que Dios les conceda la salvación y para que la luz perpetua de la vida eterna brille sobre ellos. VN
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