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ALTERNATIVA DE DIOS: TEPEYAC… LA MORENITA

“Deseo vivamente que se me erija un templo, para que en él pueda mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, porque Yo soy tu piadosa Madre”

EL ESCENARIO:

Como se ha dicho, el trauma colectivo de la conquista causó la destrucción total del orden establecido. Los indígenas no comprendían lo que había ocurrido y a los españoles les fue muy difícil entender el mundo de México. La comunicación empezaba al nivel de lo externo, pero no había penetrado todavía el significado más íntimo de lo simbólico.

EL MOMENTO

Al principio, los indígenas habían recibido a los españoles como a sus liberadores de la dominación azteca. Pero ahora la conquista había desbaratado su orden completo y existía una profunda amargura entre todo el pueblo. Entre más los frailes procuraban convertir a los nativos, especialmente a los eruditos o sabios entre ellos, más y más descubrían los indígenas que, en efecto, los misioneros estaban tratando de aniquilar su religión, la religión de sus progenitores. Estos intentos de conversión por medio de la ruptura total con la tradición de los antepasados resultaron ser una forma de violencia más intensa para el pueblo, que la misma conquista física. Los frailes eran buenos, se ganaron el amor y el respeto de la gente sencilla, pero era demasiado esperar que generaciones de convicciones religiosas cedieran fácilmente. Esto era en especial difícil para un pueblo que firmemente creía que la tradición de sus padres era el camino de los dioses.

Por parte de los conquistadores, era el momento de la primera Audiencia de Guzmán, quien no sólo era extremadamente corrupto, sino que constantemente abusaba de los indígenas. La Iglesia de este período siempre estaba en conflicto con las autoridades civiles por su avaricia excesiva, su corrupción y su cruel trato de los indígenas. Los mayores enemigos de la predicación del Evangelio eran los caballeros “cristianos” españoles quienes eran, en todo el sentido de la palabra, más anticristianos que cristianos. Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de México, era un enemigo encarnizado del grupo gobernante y en especial del presidente de la primera Audiencia. Esto dificultaba, si no es que hacía imposible, que los indígenas pudieran dar credibilidad a una religión relacionada con el imperio español. Esta actitud española sólo acrecentaba el odio y la oposición a todo lo español, incluyendo el cristianismo.

Por parte de los misioneros, no hay duda que se hicieron esfuerzos heroicos para hacerse uno con el pueblo, para predicar el Evangelio en la lengua nativa y a través de sus propias costumbres y tradiciones. Sin embargo, a pesar de lo bueno que eran estos hombres, las circunstancias de su época los limitaban.

El “horror” de los sacrificios humanos había hecho que muchos de ellos vieran todo lo demás en la religión indígena como diabólico. Como se ha explicado antes, sus esfuerzos por alcanzar la comunicación permanecieron en el nivel de lengua pero nunca pudieron penetrar completamente el nivel de los símbolos del pueblo, los cuales contenían el significado interno de la sociedad.

Los misioneros se apresuraron a juzgar el mundo mexicano usando sus propias categorías españolas cuando se expresaban por medio de muchas categorías de juicio y de expresión.

Este era un momento cuando el cristianismo había llegado, pero la semilla no se había sembrado todavía. Se habían hecho los primeros heroicos esfuerzos pero todavía no había nacido. Las personas se hablaban, pero el diálogo humano todavía no había empezado.

EL LUGAR

Es muy significativo que el lugar que nuestra Señora escogió para aparecerse a Juan Diego era muy conocido en el mundo mexicano como el sitio donde se veneraba a la diosa virgen-madre de los dioses. De hecho, este era uno de los cuatro lugares principales del México antiguo para ofrecer sacrificios. En la cumbre de la colina había un templo consagrado a la madre de los dioses, llamada Tonantzin, que significa nuestra madre. Desde tiempo inmemorial la gente había viajado desde muy lejos para ofrecer sacrificios a la madre de los dioses.

La diosa que se veneraba aquí también era conocida como la mujer serpiente y/o como la mujer vestida con serpientes. Aquí tenemos uno de los ejemplos clásicos de cómo los misioneros erraron, aun los más escrupulosos de los investigadores, y se equivocaron por completo en la interpretación de este punto. Para comprender el significado de la mujer serpiente, se debe recordar que, para el mundo del México antiguo, la serpiente no era el símbolo del saber astuto, del engaño y la maldad como lo era en la tradición bíblica judeo-cristiana. Para el mundo mexicano, y de hecho, para todos los pueblos nativos de América, la serpiente era lo contrario: el símbolo de la perfección, la inmortalidad, la sabiduría y la paz. Los científicos mayas, al observar a la serpiente de cascabel habían diseñado su complejo sistema de geometría. Basados en este sistema edificaron sus templos y observatorios y trazaron el movimiento de los cuerpos celestes, y así delinearon su calendario que es aún hoy .00001 más exacto que el nuestro. La serpiente se regeneraba una vez al año y por eso era el símbolo de la muerte como camino a la resurrección. No iba buscando hacer daño, pero si alguno la pisaba, la serpiente se defendía sin titubear. Llegó a ser el símbolo de la paz humana basada en el respeto de los derechos de los demás o de “no me pises porque pico”. La mujer serpiente se consideraría como la mujer de la sabiduría, de la perfección y de la paz.

Para el historiador franciscano Sahún, el único significado posible de la serpiente era en relación al Génesis. Al imponer las categorías bíblicas del pensamiento judeo-cristiano, él dedujo que la mujer serpiente era nuestra madre Eva, quien había sido engañada por la serpiente. De alguna manera los indígenas sabían lo que había acontecido entre Eva y la serpiente. Por lo tanto, de ninguna manera podía ella ser la madre de los dioses, sino la madre de la humanidad pecadora. En esto Sahún cometió un profundo error de juicio y totalmente malinterpretó el simbolismo de la serpiente.

Hay un punto más sobre el Tepe yac (el nombre de la colina donde tuvieron lugar las apariciones) que quizás sea de mayor importancia para comprender mejor el significado de Guadalupe. El Tepe yac había llegado a ser (como lo sigue siendo hoy) una de las áreas más pobres de todos los alrededores de la ciudad de México y el lugar donde se relegaba a los pobres indígenas para que vivieran allí. El “centro” de la gran Tenochtitlán-Tlatelolco se había convertido en el centro de la Nueva España, donde el Obispo, los misioneros y los conquistadores construían su catedral, sus escuelas y palacios. Ahora se suponía que todos los indígenas iban a venir al centro a aprender la nueva “doctrina” que los misioneros españoles estaban enseñando.

EL IDIOMA

El enseñar/aprender era una tarea muy difícil debido a la barrera del idioma. Aquí no sólo estamos tratando con dos sistemas de comunicación completamente distintos, sino con el género literario de la leyenda y el mito.

Los españoles de aquel entonces se expresaban en abstracciones filosóficas y teológicas, en pensamientos silogísticos y en comunicación directa verbal. Toda la verdad se expresaba por medio de la palabra escrita y hablada.

El mexicano nativo usaba palabras para la comunicación, pero las palabras pintaban imágenes, y la imagen era la que daba el mensaje. La comunicación era más totalitaria que cerebral porque incluía la totalidad de la persona. No era un sistema de comunicación Antic-intelectual, pero uno que tomaba en cuenta que en la comunicación humana se incluye mucho más que sólo el intelecto. La persona no es una inteligencia aislada, sino una unidad de muchas facultades y fuerzas tanto dentro de sí misma como fuera.

En lugar de conceptos abstractos, los indígenas usaban símbolos que estimularían la imaginación. En lugar del proceso silogístico, usaban emblemas que mostraban las interrelaciones y las ramificaciones del mensaje que deseaban comunicar. En lugar de escribir “verbalmente” la verdad, el mensaje y la historia, usaban jeroglíficos que, en realidad, comunicaban el movimiento de toda la realidad a través de pinturas.

Para penetrar el significado profundo de nuestra Señora de Tepeyac, es importante ver este evento en su totalidad por medio de un sistema simbólico y jeroglífico de comunicación humana, en lugar de nuestro sistema tradicional occidental que conceptualiza, emplea silogismos y palabras. Sólo haciendo esto podremos empezar a apreciar la totalidad del significado viviente de La Morenita del Tepeyac. Todo es importante, pero el significado de la leyenda sólo emerge en la unidad de los detalles simbólicos y los colores.

EL DRAMA

El folklore es la historia que vive en el alma colectiva del pueblo. La religión popular es un aspecto muy importante del folklore, puesto que es la manera en que el pueblo expresa su comunión con lo esencial, con la divinidad, y por medio de esta comunión encuentra significado y fuerza en su vida. En el momento cuando todo en el mundo mexicano era un caos, algo sucedió (como pasó exactamente no sólo es difícil, sino imposible de probar). Sin embargo, este hecho inmediatamente produjo orden en ese caos. El “significado” de este acontecimiento ha sido guardado por muchos años en la memoria colectiva del pueblo. Lo que pasó en 1531 no es una historia del pasado en este recuerdo colectivo, sino que continúa viviendo, dando su mensaje e influenciando a millones de personas hoy en día.

Aquí vamos a examinar la leyenda y la imagen tal y como son hoy en día. Además, trataremos de examinarlas a través de la mentalidad y la situación de un mexicano del 1531. ¿Qué expresó la leyenda que produjo una respuesta masiva y espontánea de todo el pueblo? Después de haber estudiado cuidadosamente gran parte del material que existe acerca de la filosofía, teología, sistema de comunicación, simbolismo del color, sicología, etc., también examinaremos el punto de vista de los mexicanos de los primeros años del siglo XVI, y trataremos de reexaminar con cuidado esta leyenda según las categorías de los indígenas quienes vieron y oyeron primero a la Señora del Tepeyac. ¿Qué querían expresar o qué encontraron ellos en esto?

La historia de las apariciones se toman del Álbum del IV Centenario Guadalupano, publicado por la Basílica Nacional de Santa María de Guadalupe, México, 1938. La traducción al español fue hecha del original mexicano del Hermano Luis Lasso de la Vega, quien hizo una copia fiel y textual del escrito original de Juan Diego y Antonio Valeriano en 1649. En 1847, durante la guerra con los Estados Unidos, estos valiosos documentos fueron confiscados por los Estados Unidos y llevados a los archivos de la nación en Washington, D.C.

El sábado 9 de diciembre de 1531, muy de madrugada, Juan Diego, un indígena cristiano de mediana edad, iba de camino para participar en una misa en Tlatelolco. Juan oyó una música muy hermosa. Creía que estaba soñando o estaba en el paraíso.

Se detuvo, miró a su alrededor y trató de descubrir de dónde venía esa música. Oyó una voz muy suave que decía: “Juanito, Juan Dieguito”. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a caminar en dirección hacia la voz.

Cuando llegó a la cumbre del cerro, vio a una señora radiante de belleza. Su vestido brillaba como el sol y su cara tenía una expresión de amor y compasión. Ella le dijo: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?” El contestó: “Señora y Niña mía, tengo que ir a tu casa de México, Tlatelolco, a escuchar las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor”.

Ella entonces le habló y le hizo saber su voluntad: “Sabe y entiende tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del Verdadero Dios por quien se vive, del Creador del cielo y de la tierra.

“Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para que en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy tu piadosa madre. A ti, a todos los que están contigo, a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me amen, que me invoquen, me busquen y en mí confíen. Escuchar‚ sus lamentos y remediar‚ todas sus miserias, penas y dolores.

“Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo y dile que yo te envío para manifestarle lo que tanto deseo, que aquí en este sitio al pie del cerrillo, me edifique un templo”. Inmediatamente, él hizo una reverencia y le dijo: “Niña mía, yo estoy de camino para cumplir tu mandato”.

Juan Diego fue apresuradamente al palacio del obispo. Después de una larga espera, pudo ver al obispo y le dio el mensaje de la Señora. El obispo lo recibió con bondad, pero le dijo que regresara otro día cuando pudiera oír con más tiempo toda la historia, desde el principio hasta el fin. Juan Diego se alejó con gran tristeza porque había fracasado en su misión.

Subió directamente a la cumbre del cerrillo donde había hablado con la Señora, y al verla dijo: “Niña mía, fui a donde tú me enviaste a cumplir tu mandato. Fue con mucha dificultad que entré en el cuarto del obispo. Le di tu mensaje, tal como tú me lo dijiste. Me recibió benignamente y me oyó con atención, pero no tuvo por cierto lo que le dije. Me dijo que regresara y me oiría con más calma. Niña querida, comprendí perfectamente bien en el modo como respondió que él cree que esto quizás es una invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo. Por lo cual te ruego que confíes tu misión a otra persona de los importantes que sea bien conocida, respetada y estimada para que le crean. Bien sabes que yo soy un hombrecillo, soy gente menuda, soy un cordel, una escalerilla de tablas, un montón de hojas secas. No soy nada. Me has mandado ir a lugares donde no pertenezco. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Niña y Dueña mía”.

La Señora le contestó: “Oye, hijo mío, el más pequeño de mis hijos, ten entendido que tengo muchos servidores y mensajeros a quienes puedo confiarles este mensaje, pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho ruego, hijito mío, el más pequeño de mis hijos, y con rigor te mando que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Salúdalo de mi parte y dale a conocer mi voluntad, que él tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”.

Juan Diego respondió: “Señora y Niña mía, de muy buena gana ir‚ a cumplir tu mandato. Ir a hacer tu voluntad. Pero acaso no ser oído con agrado, o si fuere oído, quizás no se me creerá. Pero de todos modos, regresar aquí mañana, cuando se ponga el sol, a darte la respuesta”.

Al día siguiente salió de su casa para Tlatelolco y fue al palacio del obispo. Una vez más, con gran dificultad, pudo obtener una audiencia con el obispo. Esta vez el obispo le hizo muchas preguntas -dónde vivía, cómo era, etc., y él refirió todo perfectamente al obispo. A pesar de que le explicó con precisión la figura de Ella y cuanto él había admirado, sin embargo, el obispo no le dio crédito y le dijo que su palabra no era suficiente prueba, que era muy necesaria una señal para creer que era realmente la Señora del cielo quien le enviaba.

Sin titubear, Juan Diego respondió: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides, que luego ir‚ a pedírsela a la Señora del cielo que me envió acá”.

Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada le despidió. Mandó inmediatamente a unos criados a que lo siguieran y vieran a dónde iba y con quién hablaba.

Salieron a seguirlo. Fue directamente a la colina del Tepeyac, pero cuando llegó allí, le perdieron de vista. Trataron de encontrarlo, y por más que buscaron no lo vieron. Así es que regresaron al obispo cansados y enojados. Le suplicaron al obispo que no le creyera porque evidentemente no más forjaba todas esas historias.

Entretanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, dándole la respuesta que traía del señor obispo. Al oírla, la Señora le dijo: “Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.

Al día siguiente, cuando Juan Diego tenía que volver a buscar la señal para ser creído, no volvió. Cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad y estaba muy grave. Juan Diego inútilmente se pasó el día buscando un médico que atendiera a su tío. Al no encontrarlo, iría a Tlatelolco para traer uno de los sacerdotes que oyera su confesión y lo preparara para morir, porque era casi seguro que estaba a punto de morir.

Muy de madrugada, el martes 12 de diciembre de 1531, Juan Diego salió de su casa para Tlatelolco a llamar al sacerdote. Cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, pensó que era mejor no detenerse porque la Señora podría verlo y retrasarlo. No quería causarle enojo ni disgusto, pero tenía que apresurarse a llamar al sacerdote para su tío. Cuando iba por el otro lado del cerrillo, a fin de no encontrársela, vio que la Señora venía bajando de la cumbre del cerrillo, y le salía a su encuentro diciéndole: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿A dónde vas?”.

Él se apenó, pero se inclinó delante de Ella y le saludó diciéndole: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. Voy a causarte aflicción. Sabe Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados del Señor, que vaya a confesarle y disponerlo. Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; ténme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía, la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”.

La Virgen respondió: “Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y te aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra alguna enfermedad y angustia. ¨No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¨No estás bajo mi sombra? ¨No soy yo tu salud? ¨No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has de menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó”. Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho y quedó contento. La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde hallaría diferentes flores. Le mandó que las cortara, las recogiera y se las trajera. Él obedeció inmediatamente y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho que hubieran brotado tantas y variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan. Eran muy fragantes y estaban llenas de rocío. Luego empezó a cortarlas, las juntó todas y las echó en su tilma. Entonces Ella le dijo: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir la cumbre del cerrillo, que fueras a cortar flores y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.

Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, Juan Diego se puso en camino hacia la casa del obispo. Iba ya contento y seguro de salir bien y que esta vez sería creído sin dificultad.

Al llegar al palacio del obispo, le salieron a su encuentro los criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso oírle. Actuaban como si él no estuviera ahí. Pero al ver que no se retiraba decidieron que era mejor informar al obispo. Pronto comenzó a esparcirse la fragancia de las rosas y los criados también pudieron echar unas miradas a lo que traía consigo. Se sorprendieron al ver que eran rosas de varias clases y de gran belleza, y al principio trataron de quitárselas, pero él las apretaba aún más. Fueron luego a decirle al señor obispo lo que habían visto y que el indio que tantas veces había venido pretendía verle. Él hacía mucho que aguardaba y quería verle.

El obispo se sintió movido porque percibió la señal que él había solicitado. Inmediatamente ordenó que Juan Diego viniera a su estudio. Tan pronto como el indio entró, hizo una reverencia al obispo y empezó a relatar de nuevo todo lo que él había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, fui a decirle a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde Ella te pide que lo erijas. Además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, señal y prueba para que se cumpla su voluntad.

“Hoy, muy temprano, otra vez me mandó que viniera a verte. Le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría. Al punto lo cumplió. Me despachó a la cumbre del cerrillo, donde yo la vi antes, a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a cortarlas, las traje abajo. Ella las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi tilma, para que te las trajera todas a ti en persona y te las diera.

“Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se dan flores porque sólo hay muchas rocas, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo, vi que estaba en el paraíso, en medio de todas las variadas y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío. Ella me dijo por qué te las había de entregar. Así lo hago, para que en ella veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que creas la verdad de mis palabras y de mi mensaje. Hélas aquí; recíbelas”.

Cuando desenvolvió su tilma, todas las rosas se esparcieron por el suelo y la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, madre de Dios, se dibujjó y apareció en la tilma en presencia del obispo y sus criados. La imagen, la cual ha desafiado el pasar de los años y a los científicos, hoy día es igual de hermosa como lo fue el 12 de diciembre de 1531. La misma tilma hoy está en su templo del Tepeyac, llamado Guadalupe. El obispo y sus criados, al ver la imagen en la tilma, se arrodillaron, la admiraron y mostraron, por sus acciones, que verdaderamente la veían con la mente y el corazón.

LA IMAGEN ESTAMPADA

Al ver la Imagen de Guadalupe como un jeroglífico y desde el punto de vista del mundo indígena, notamos varios detalles importantes.
Su apariencia le indicó a Juan Diego que ella no era una española, sino una india. La leyenda nos dice que era tan hermosa que dejó atónito a Juan Diego. Sus vestiduras brillaban y la rodeaba un esplendor de luz y color. Tenía un rostro joven pero con ojos maduros y una sonrisa llena de compasión.

Recordamos que, para el mexicano, “el rostro” era la identidad misma de la persona.

Su túnica era de color rojo pálido, el color de la sangre derramada en los sacrificios. Era el color de Huitzilopochtli el Sol, el dios que da y preserva la vida y que se alimentaba del precioso líquido de la sangre viva.

Para los mexicanos el rojo era también el color del oriente, donde el sol sale victorioso después de haber muerto durante la noche -el color que no sólo muestra la puesta del sol, sino aún más, su salida que es el signo de un nuevo comienzo.

La sangre de la nación indígena había sido derramada por todo el suelo mexicano. Había fertilizado a la tierra-madre, pero ahora nació algo nuevo. Había continuidad en el color, pero había novedad en su totalidad. Era el color de la vida por la muerte, de un nuevo comienzo, de la resurrección.

Al seguir examinando los colores de la imagen estampada vemos que el color predominante es el azul-verde del manto. Primero que nada, este color era el de Ometéotl, madre-padre de los dioses, el origen de todas las fuerzas naturales y de todo lo que existía. Este turquesa era el color de la realeza de los dioses y su uso se reservaba para las divinidades y los reyes. En la sicología de colores del mundo indígena, el azul-verde representaba el centro de la cruz entre dos fuerzas opuestas. En sí mismo simbolizaba la fuerza que une las tensiones opuestas, que existen en el universo.

Puesto que la Señora del Tepeyac estaba vestida del color de un jaguar real, su procedencia debía ser real. Además, como el verde-azul significaba la unidad de fuerzas opuestas, era el color que significaba fecundidad y vida que viene de tensiones opuestas.

Las estrellas del manto. Uno de los presagios que los sabios indígenas habían interpretado como una señal del fin de su civilización, fue la presencia, diez años antes de la conquista, de un cometa. Este era un grupo grande de estrellas que se movía por el espacio. Era tan brillante que era visible aún en la presencia del sol. Para el ojo humano, parecía como una estrella gigante con una cola muy larga. Así como las estrellas habían sido una de las señales del fin de su civilización, las estrellas también anunciaban el principio de una civilización nueva.

El ángel que sostiene a la Señora. El hecho que Ella es llevada por otro podía significar dos cosas diferentes, aunque no opuestas. De hecho, los indígenas probablemente entendieron ambos significados.

En primer lugar, sólo personas muy importantes eran transportadas en los hombros de otro. Sólo la realeza y los representantes de los dioses podían ser cargados por otros. El hecho que Ella era llevada por criaturas celestes significaba que Ella vino por sí misma y no con los españoles.
En segundo lugar, según el concepto que tenían del tiempo, cada período estaba a cargo de un dios. Como que la civilización previa había terminado, así ahora, después de la muerte de su propia civilización, una nueva vendría. Esto marcaba el principio de una nueva era: la era de la Señora.

En el México antiguo, el tiempo era como un líquido en un recipiente. el dios de esa civilización literalmente tenía que cargar ese período de tiempo sobre su espalda. Cada ciclo de tiempo tenía su propio dios. Así como los dioses de la civilización previa habían abandonado a su pueblo, ahora un dios traería la nueva era.

Los Rayos del Sol. El dios sol era el principal en el panteón (lugar de todos los dioses) de los indígenas. El hecho que la Señora oculta al sol; pero no lo extingue, es muy importante. Ella es más importante que las demás divinidades de los indígenas, sin embargo, no eclipsa completamente el sol.

Posición de los ojos. Aunque la Señora era la más importante entre los más importantes, no era una criatura orgullosa, indiferente a los asuntos de la gente común. Tampoco mostraba la impersonalidad de los dioses mayas ni la presencia enmascarada de los dioses aztecas. Era hermosamente humana. Tenía los ojos bajos, miraba al pueblo y le permitía reflejarse en sus ojos. Tenía la mirada llena de humildad y compasión, esto es, todo su semblante hablaba de piedad y comprensión. Lo que había dicho en palabras a Juan Diego estaba confirmado por la expresión de su rostro, puesto que para los mexicanos, el rostro era la ventana del interior. Una mujer buena era aquella cuya femineidad radicaba en su cara. Su rostro, estampado en la tilma, era lo que sería su constante mensaje personal a todos los que vinieran a ella y la miraran. Con frecuencia se ha dicho que Nuestra Señora de Guadalupe no es alguien a quien se le reza, sino alguien a quien se contempla. el diálogo personal existe en la misma contemplación porque quien la visita ve su mensaje viviente de compasión y de su prometida protección y defensa en su rostro. Al mismo tiempo, ella ver las más íntimas necesidades y los más ardientes deseos en el rostro del visitante.

El cinturón negro de la maternidad. La Señora llevaba en la cintura la cinta negra de la maternidad. Era señal que estaba esperando un niño. Su niño era lo que Ella le ofrecía al Nuevo Mundo y a todos los pueblos que moraban en él.

Cuando uno mira cuidadosamente la imagen completa de Guadalupe, uno puede observar que, en el centro de la imagen, exactamente sobre el lugar del ombligo, el cual era considerado en el mundo indígena como el centro del orden cósmico, se encuentra una cruz indígena. Este símbolo indicaba que el nuevo núcleo del universo sería precisamente lo que Nuestra Señora traía dentro de sí y lo que estaba centrado en su vientre, marcando allí el eje del universo. Por lo tanto, así como aparece en el Evangelio de San Lucas, el vientre de Nuestra Señora se convierte en el templo de la nueva presencia de Dios, quien vive plenamente en la persona de Su Hijo hecho carne por medio del cuerpo humano de María. Sin embargo, la cruz cristiana se ve en el broche que Nuestra Señora tenía cerca de su cuello. Esta cruz mostraba que la misma Señora, una de las indígenas, era al mismo tiempo la que nos traía a Cristo y una de sus más fieles seguidoras. Para los indígenas, este hecho marcaba no sólo una relación directa entre la Señora Celestial y el Dios amoroso y misericordioso de los frailes, sino que manifestaba verdades aún más profundas que las que el misionero había podido expresar.

En resumen, la imagen le dice a los indígenas americanos (y a nosotros): esta persona es una de ustedes que ofrece compasión (rostro), y que une en sí misma las tensiones opuestas (su manto). Ella es más grande que sus dioses, pero Ella no es un dios que introduce una nueva era. Ella es una madre preñada que ofrece a la humanidad a quien Ella lleva dentro de sí; y que misteriosamente, ella misma ha sido liberada del poder maligno por la muerte de Cristo en la cruz.

Por lo tanto, aunque esta imagen es un retrato de María, es en realidad una hermosa presentación Cristo-céntrica de la Encarnación en el suelo americano. Una vez más, por medio de María es que Dios recibirá su rostro y su corazón humano. Será una mujer de esta tierra quien dará al Dios hecho hombre sus características humanas para que él pueda vivir entre nosotros. No vivir como un extraño, sino verdaderamente, y en todo el sentido de la palabra, como uno de nosotros. VN

Fuente: “La Morenita, Evangelización de las Américas” –

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