‘¡ES EL SEÑOR!’

‘¡ES EL SEÑOR!’

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ
Arzobispo de Los Ángeles

14 de abril de 2017

“¡Es el Señor!”

Éste fue el grito de San Juan cuando vio a Jesús, de pie en la orilla del Mar de Tiberíades en los días posteriores a la resurrección.

Para mí, estas palabras nos acercan a la “esencia” de lo que es la Pascua. Escuchamos el sentimiento de admiración, el gran asombro que experimentaron los discípulos, su alegría cuando se dieron cuenta de que las promesas del Evangelio eran verdaderas.

Esta alegría es la que Dios quiere para cada uno de nosotros.

Dios nos creó por amor y nos creó para compartir su amor. Su amor es la fuerza que mueve las estrellas y los planetas. Y su amor nos da nuestra identidad. Somos amados por Dios. Esto es lo que somos.

La alegría consiste en saber que somos amados por Dios. Y encontramos esa alegría al encontrar a Jesús.

La alegría es más que alegría, es más que un simple estar contentos. La alegría viene de conocer a Jesucristo que murió y volvió a la vida, que obtuvo la victoria sobre el mal y sobre el pecado.

La alegría cristiana es el gozo por la salvación, la sensación de asombro al saber que Jesús nos ha liberado del pecado y nos ha salvado de la muerte. Y de que Él va ahora recorriendo con nosotros el camino de nuestra vida.

Estamos alegres porque Jesús está con nosotros. Oímos nuevamente el asombro maravillado en las palabras de San Pablo, cuando dice: “¡Alégrense siempre en el Señor!… ¡El Señor está cerca!”.

Así que nuestra alegría siempre está conectada con nuestra esperanza. Podríamos decir que la alegría y la esperanza cristianas son las dos caras de la misma moneda.

Nuestra esperanza cristiana le da a nuestra vida una dirección, una meta. Tenemos esperanza porque Jesús ha resucitado de entre los muertos.

Por la esperanza, sabemos que resucitaremos como lo hizo Jesús y que nos uniremos un día con Él en el cielo. De modo que la esperanza nos dice cuál es nuestro destino. Y cuando sabemos a dónde vamos, el viaje tiene significado. Nuestra vida tiene un propósito, lo que hacemos tiene un sentido.

La esperanza no nos da un mapa preciso a seguir. No sabemos exactamente a dónde nos llevará este camino. Pero sí sabemos que Jesús va con nosotros y que nunca nos abandonará.

Uno de los santos dijo: “Todo el camino hacia el cielo es cielo, porque Jesús dijo: “Yo soy el camino’”.

El cielo empieza para nosotros justo aquí en la tierra, cuando empezamos a seguir a Jesús, cuando comenzamos a buscar el reino, cuando buscamos que la voluntad de Dios sea hecha en la tierra como lo es en el cielo.

Nuestra vida empieza de nuevo cuando nos encontramos con Jesús, cuando sentimos su amor y su tierna misericordia; cuando empezamos a confiar en su voluntad para nuestras vidas.

Creo que necesitamos ir simplificando nuestras espiritualidades cada vez más. Tenemos que volver a Jesús. Si no lo conocemos, hemos de encontrarnos con Él. Si sentimos que no lo conocemos lo suficiente, necesitamos buscar su rostro de nuevo.

Una vez que conocemos a Jesús, hemos de imitar sus virtudes en nuestras propias vidas. Hemos de purificarnos del egoísmo, del pecado y de todo lo que nos impide ser más como Él.

Una vez que conocemos a Jesús, hemos de vivir como Él lo hizo: con compasión y misericordia por cada persona, que es un hermano o una hermana nuestro; como hijos de Dios, hechos a su imagen.

Una vez que conocemos a Jesús, compartimos su deseo de cambiar el mundo, de darle hogar a los que carecen de él, de alimentar a los que tienen hambre, de visitar a los encarcelados y de acoger a los extranjeros; deseamos defender a los más vulnerables: al niño en el seno materno, a los ancianos y a los discapacitados.

Jesús es el “motivo” de lo que somos y de todo lo que hacemos.

Y la alegría que experimentamos al amar a Jesús debe ser compartida.

Estamos llamados a ser misioneros de la alegría y servidores de la esperanza ante nuestros amigos, ante nuestras familias, en la escuela y en el trabajo. No podemos mantener nuestra alegría encerrada dentro de nosotros mismos. Necesitamos compartirla, o corremos el riesgo de perderla. Para mantenerla, tenemos que darla.

Necesitamos mostrarle al mundo que el Evangelio es verdadero, que Jesús está vivo. Y hacemos eso por la forma en la que vivimos y por la forma en la que amamos.

No somos cristianos porque nuestros padres lo fueron, o porque nuestros antepasados siempre lo han sido. Somos cristianos porque nos hemos encontrado con Jesús que nos ha abierto los ojos y les ha dado a nuestros corazones la libertad para creer que Él “es el Señor”.

Oren por mí durante esta temporada de Pascua, que yo estaré orando por ustedes. Mi oración es que todos podamos abrir nuestros corazones de una manera nueva a la alegría de la Resurrección.

Pidámosle a la Santísima Virgen María que nos acompañe por el camino del cielo. Que Ella nos guíe para que cuando lleguemos a nuestro destino, podamos escuchar las palabras que Jesús nos prometió: “Bien hecho, siervo bueno y fiel… Ven, a compartir el gozo de tu Señor”. VN

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