‘MIENTRAS MUERO, TAMBIÉN ESTOY PROCLAMANDO SU RESURRECCIÓN’

El diácono Valentín Saucedo no deja que el cáncer afecte su espíritu o su espiritualidad.

El diácono Valentín Saucedo se queda pensativo cuando se le pregunta cuándo fue la primera vez que pensó en el sacerdocio. Sus tres hermanas sentadas a su alrededor escuchan en silencio.

Luego Saucedo rompe el hielo. “Desde pequeño estaba loco”, bromea.

De hecho, el veterano director asociado de la Oficina de Formación del Diaconado de la Arquidiócesis de Los Ángeles fue bendecido, dice él, al haber nacido en un hogar rodeado de la “profunda religiosidad” de su madre Elvira Favela de Saucedo, y de su abuela, Juliana Saucedo, quien “con frecuencia narraba” la historia de la Cristiada, cuando la iglesia católica fue perseguida y muchos cristeros fueron asesinados por el ejército mexicano y otros buscaron asilo en los Estados Unidos y otros países.

“Mi madre era como la párroca del pueblo”, dice Saucedo con orgullo.

Hoy, el diácono de 69 años de edad, da gran valor a esa religiosidad, especialmente en un momento en que los médicos le han dicho que ya no hay nada que hacer a nivel médico para eliminar el cáncer abdominal que padece.

“No es nada extraño para mí que me esté muriendo”, dice, “porque yo siempre he sabido que Cristo murió y resucitó y todos morimos y resucitamos con él. Así que mientras me estoy muriendo también estoy proclamando Su resurrección, algo que siempre repetimos en misa: ‘Proclamamos tu muerte Señor y profesamos tu resurrección’”.

CON BUEN ESPÍRITU

Ordenado como diácono en 1994, Valentín Saucedo es ampliamente respetado en la Arquidiócesis de los Ángeles por su compromiso durante muchos años en la formación de diáconos hispanoparlantes, así como en ayudar a pavimentar el camino para los capellanes latinos que sirven en el ambiente desafiante de las Torres Gemelas de la Cárcel Central de Hombres de Los Ángeles.

Ello ha provocado tristeza en aquellos que han trabajado de cerca con él, pero el diácono permanece con buen humor y buen espíritu, señalando que cuando el cáncer le fue detectado en abril, los doctores le dieron apenas dos semanas de vida. Con tratamiento en una clínica de Tijuana y sesiones frecuentes de acupuntura puede tener cierta actividad.

Aunque con la salud frágil, todavía ríe, tiene lucidez, muestra sus habilidades como cantautor y hasta recita algunas de las muchas poesías que ha escrito en su vida.

Parte de esa perspectiva se enmarca en el hecho de que no es ningún extraño al dolor y a las enfermedades graves. Hace 12 años sufrió un derrame cerebral que lo dejó en cama, casi ciego y completamente paralizado de la parte derecha de su cuerpo durante tres meses.

“En ese momento fue cuando descubrí que Cristo tiene el poder para curar a los paralíticos”, dice.

ORACIÓN Y APOYO

Los Saucedo, una familia de diez miembros, residían en la Colonia Minerva, una vecindad en el norteño estado mexicano de Durango, donde el único sacerdote de la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe llegaba una vez al año para celebrar la Fiesta de la Virgen de Guadalupe.

El cabeza de familia, Isidro Saucedo, era un trabajador del campo que no creía en la religión, pero nunca se opuso a que se hablara o practicara la fe en su casa.

Sin embargo, cuando Valentín comenzó a hablar de ingresar a un seminario a los 12 años de edad, Isidro sí se opuso, pero con la “fuerza de la oración” y el apoyo de su madre, el joven siguió su sueño.

A la edad de 16, Valentín entró al Seminario Menor de Monterrey (Nuevo León, México) y después de cuatro años allí, hizo otros cuatro años en el Seminario Mayor de Durango, donde a un año para ordenarse le fue negado permiso para venir a Estados Unidos a trabajar como maestro.

Dejó el seminario y en 1970 también dejó su país por primera vez.

Cruzó la frontera dos veces. La primera vez llegó para trabajar y fue deportado a México; la segunda vez llegó para quedarse. En ese tiempo ya se había casado con Eva, su esposa durante 42 años. Juntos procrearon a tres hijos, ahora adultos.

No pasó mucho tiempo cuando Saucedo fundó un coro en español en la Iglesia San Luis Gonzaga en Los Ángeles. También comenzó a alejarse de su formación “pre-Segundo Vaticano” y aprendió teología post Segundo Vaticano.

Luego ingresó al diaconado, motivado por el Padre Bob Bisorno, párroco de la Iglesia Luis Gonzaga, y después de cinco años completó su formación junto con su esposa. Poco después le fue ofrecido el cargo como capellán de la Cárcel Central y en 1996 se convirtió en el primer capellán de las Torres Gemelas.

Luego se le ofreció una posición como maestro del diaconado y dos años más tarde se convirtió en el director asociado, posición que ha ocupado por los últimos 13 años.

“Él es un hombre noble, sencillo, transparente, que hace lo que dice,” dijo el diácono Paulino Juárez de su amigo durante 17 años. “Él me ayudó en el proceso de mi formación en el diaconado; me ayudó a encontrar un balance entre mi humanidad, mi espiritualidad y a nivel pastoral.

“Y así ha ayudado a muchos otros”. VN

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