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LOS AFLIGIDOS Y LOS MANSOS

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ, Arzobispo de Los Ángeles

14 de marzo de 2014

En el tiempo de Cuaresma, reflexionamos sobre la manera en que hemos de vivir como cristianos.

Jesús nos llama a que cada día que pasa nos volvamos más y más como él. Y la manera como llegamos a conocer a Jesús es seguir el camino que Él nos traza en los Evangelios, en la liturgia y en las enseñanzas de la Iglesia.

“Vengan y vean”, les dice Jesús a sus discípulos en el Evangelio. Esto es tanto un mandamiento como una promesa. Si nos acercamos a Él y lo seguimos, Él nos mostrará quién es y qué implica seguirlo.

Cuando acompañamos a Jesús —cuando caminamos con Él en nuestra vida cotidiana, cuando oramos con Él y reflexionamos acerca de sus palabras y ejemplo en el Evangelio— podemos ver cuáles son los valores que rigen su vida, los valores del Reino que Él nos llama a construir en la tierra.

Estos valores son las Bienaventuranzas. Las Bienaventuranzas son su “manera” de estar en el mundo, y describen su carácter, sus actitudes y su visión de la vida. Y las Bienaventuranzas son también una especie de programa para nuestras propias vidas.

Al reflexionar sobre la segunda y tercera Bienaventuranzas —bienaventurados los que lloran y los mansos— hemos de recordar que estas bendiciones de Jesús son parte de un modo específico de vida, del camino que Él nos llama a seguir.

En las Bienaventuranzas, Jesús no está hablando acerca de categorías de personas. No está otorgando sus bendiciones sobre algunas personas que están afligidas o sobre aquellas que son mansas.

En las Bienaventuranzas Jesús nos dice más bien qué cualidades necesitamos tener si queremos seguirlo.

Jesús quiere que nos aflijamos por el pecado del mundo y por el sufrimiento y la injusticia causados por el pecado. Para Jesús, el afligirse no es una reacción pasiva a lo que vemos a nuestro alrededor. Él no nos está llamando a sentarnos a llorar y a lamentarnos al ver cómo están las cosas.

Los Evangelios nos muestran dos veces a Jesús llorando. Una vez en la tumba de su amigo Lázaro y otra, hacia el final de su vida, cuando se acercó a Jerusalén considerando el sufrimiento que vendría sobre esa ciudad.

Las lágrimas de Jesús se convirtieron en aguas de sanación. Su aflicción se convirtió en fuente de vida nueva. En medio de su llanto, Él resucitó a Lázaro de entre los muertos. Con su llanto y lágrimas en la Cruz, transformó las tristezas de la ciudad en alegría, y abrió el camino hacia la “nueva Jerusalén”.

De la misma manera, cuando nosotros seguimos a Jesús, nuestra aflicción debe ser vivificante y nuestro dolor, un acto de solidaridad.

Al decir: “Bienaventurados los que lloran”, Jesús nos pide ser compasivos, sufrir con los que sufren, curar sus heridas y ayudarlos a llevar sus cargas.

San Pablo formuló esta Bienaventuranza diciendo: “Lloren con los que lloran”. Al afligirnos por los pecados del mundo, estamos llamados a seguir a Jesús en la resistencia a la injusticia y en liberar a nuestro prójimo de la crueldad y del mal.

La tercera Bienaventuranza: “Bienaventurados los mansos”, es también una exigencia de nuestra identidad cristiana. Una vez más, Jesús es nuestro modelo. Él dijo: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

Para Jesús, ser manso no significa ser débil. Los grandes líderes del Antiguo Testamento, Moisés y David, así como también el Mesías esperado por los profetas, todos ellos fueron descritos como “mansos”.

Así que “la mansedumbre” nos abre una ventana al poder de Dios.

El poder de Dios es diferente del poder del mundo. Dios no salva el mundo por medio de la agresión o de la fuerza. Jesús vino a este mundo como un niño pequeño y desconocido, un pequeño bebé nacido en un pobre pesebre. Él fue crucificado en medio de la debilidad.

Al invitarnos a ser mansos, Jesús nos llama a confiar en que la debilidad de Dios es más fuerte que cualquier otra cosa en este mundo. Él nos llama a confiar en que Dios sigue trabajando en su designio de amor para la salvación del mundo, incluso frente a la maldad y a la angustia de éste.

Jesús nos llama a desempeñar el papel que nos toca en su plan de redención. Pero Él quiere que usemos los medios de Dios: las armas espirituales del amor y de la oración, de la abnegación y la no violencia, no los medios de este mundo.

Ser manso no es ser pasivo ante el rostro del mal. Jesús recibió burlas y desprecios en la Cruz. Y respondió, no con ira, sino con amor, orando por aquellos que lo persiguieron. Así, nosotros también estamos llamados a dominar nuestra ira y nuestras pasiones, y a vencer el mal con el bien.

Mientras seguimos en nuestro camino cuaresmal esta semana, sigamos orando unos por otros. Y pidámosle a María nuestra Madre que nos ayude a imitar a Jesús en su dulce humildad de espíritu y a ayudarnos a salvar a los demás por el poder de nuestro amor y de nuestra bondad. VN

El nuevo libro del Arzobispo José H. Gomez, “La inmigración y la América por venir”, está disponible en la tienda de la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles. (www.olacathedralgifts.com).

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