LA FAMILIA DE DIOS

Homilía del Arzobispo Coadjutor José Gomez en la Misa de Culturas en la Catedral de Nuestra Señora de los Angeles

Deuteronomio 10: 17-19
Lucas 6: 43-49

MIS QUERIDOS HERMANOS Y HERMANAS EN CRISTO,

Esta magnífica celebración de fe nos recuerda que nuestra Iglesia Catolica es la familia de Dios. Esto no es solamente un lindo pensamiento, una hermosa idea. ¡Esta es la realidad! Este es el misterio de la Iglesia. ¡Y es el misterio de la vida de cada uno!

Esto es lo que significa nuestro bautismo, mis amigos. Todos nosotros, por el bautismo, hemos sido hechos hijos de un Padre –el Dios que hizo el cielo y la tierra, Jesucristo es nuestro hermano– el primogénito entre muchos hermanos, (cf. Rom. 8,29).

Esto significa que nosotros verdaderamente somos hermanos y hermanas, cada uno de nosotros está unido en una procesión viviente proveniente de cada país, raza y lenguaje; que se extiende desde el principio de la tierra hasta por encima del cielo.

Nosotros celebramos esta realidad, este misterio hoy. ¡Damos gracias a nuestro Padre por el don de su amor. Por el don de la fe mediante la cual nos hizo sus hijos e hijas!

También recordamos hoy un día triste en la historia de nuestra nación, 09/11/2001, en el cual la verdad de nuestra común humanidad fue violada de una manera terrible. Ahora sabemos: Dios trabaja en todo por el bien de aquéllos que lo aman. Y aquél mal intencional, Dios lo transforma para el bien para que muchos puedan ser salvados (cf. Rom. 8:28: Gen 5:20).

Nosotros tenemos un deber con los muertos y con los vivos. Es que nosotros debemos asegurar que los propósitos de Dios sean sacados de este mal. La sangre de los inocentes derramada por los agresores ese día, debe convertirse en la semilla de nuevos compromisos de paz y entendimiento entre los pueblos y las religiones, un amor auténtico y renovado por el país, y una nueva dedicación a Dios.

Esas son semillas que nosotros debemos nutrir. Esas son cosas a favor de las cuales debemos estar. Esos miles de personas no murieron sin razón. En su memoria debemos seguir trabajando para construir una nueva América, una América que es fuerte, confiada, compasiva y virtuosa, y una América que siempre es agradecida y humilde delante de Dios.

Nosotros no somos suficientes sin Dios. No podemos vivir como si Él no existe. Esta es una de las tentaciones de nuestra prosperidad y el éxito de nuestra tecnología. Este es un camino falso. Y sin Dios, no tenemos fundamento para nuestra humanidad común. Si Dios no es nuestro Padre, ¿entonces cómo podemos ser hermanos y hermanas?

Esta es la razón por la que Los Angeles tiene un papel tan importante que jugar en la nueva evangelización de nuestro país y de nuestro continente. A causa de la comunión de culturas aquí, nosotros vemos lo que Dios quiere para el mundo entero.

Nosotros vislumbramos esta mañana en esta catedral la familia de Dios, hombres y mujeres de casi cada nación bajo el cielo, se unen en adoración y servicio a Dios, dando gracias y alabando por el don de nuestra vida, por los dones de la creación.

Hace pocas semanas, la Iglesia celebró lo que habría sido el cumpleaños número 100 de la Bienaventurada Madre Teresa. Ella nació en lo que hoy es Macedonia. Ella fue una albanesa étnica, y cuando estaba creciendo, su pueblo estaba luchando por su independencia. De hecho, su padre fue un líder en el movimiento de independencia y fue envenenado hasta la muerte por sus enemigos.

La Madre Teresa fue criada por su madre, quien era una mujer católica devota y generosa. Ella crecio con un amor por Cristo y un deseo misionero de compartir su Evangelio de amor con gente que todavía no habia escuchado sus buenas nuevas.

Así, ella se fue a la India, a los pobres de los pobres en Calcuta. Ella buscó un lugar en la tierra donde virtualmente no hubiera católicos. Y ella se hizo amiga de protestantes, hindúes, musulmanes, budistas y ateos. Ella amaba a la gente de la India tanto, que eventualmente aplicó para obtener su ciudadanía.

Ella dijo algo que yo pienso que tiene un especial significado para nosotros esta mañana. Ella dijo, “Por la sangre, soy albanesa. Por la ciudadanía, una india. Por la fe, soy una monja católica. Y por mi vocación, pertenezco al mundo. Por mi corazón, pertenezco completamente al corazón de Jesús”.

Mis hermanos y hermanas, esta es una hermosa descripción de lo que significa ser un hijo(a) de Dios y un(a) católico(a).

No importan sus antepasados. No importa dónde nacimos o dónde vivimos ahora: ¡Somos católicos! ¡Somos hijos amados de Dios! Y nuestra fe nos da una vocación, un llamado de Cristo. Todos nosotros tenemos una vocación. No solamente los sacerdotes y las religiosas.

Ser bautizado es ser inmerso en la vida de Cristo y su misión de salvación. Ahora nosotros pertenecemos al mundo, mientras nuestros corazones le pertenecen ahora a Jesús. Estamos aquí para hacer una diferencia por Cristo. Todos estamos aquí para hacer nuestra propia, única contribución al plan de Dios para la historia y para el mundo.

No importa dónde nos encontramos, no importa qué camino de vida, nuestra vocación es amar. Hablar, y trabajar y vivir, por el amor de Dios y el amor de nuestros hermanos y hermanas.

Nuestra vocación como católicos es invitar a cada uno a conocer el amor de nuestro Padre y el don de la divina filiación. Para crecer la familia de Dios en nuestra nación y a través de nuestro continente. Para edificar su reino en la Tierra así como en el cielo.

En el evangelio de hoy, nuestro Señor nos desafía a todos a ser mejores católicos, a ser mejores hijos de Dios. Él dice: “¿Por qué me llaman ustedes ‘Señor, Señor’ y no hacen lo que yo les digo?”’.

Hermanos y hermanas: desde las semillas de la fe sembradas en nosotros, desde la Palabra de Dios y la Eucaristía que recibimos, estamos llamados a dar frutos que perduren. Frutos de santidad. Frutos de amor.

Nosotros debemos imitar el amor de Dios que nos ha sido mostrado. Este es el mensaje de la primera lectura de esta mañana, del Deuteronomio.

Nuestro Dios tiene un especial amor por los pequeños y los débiles; por aquéllos sin padres y aquéllos sin esposos; por todos los que viven como extranjeros en tierras lejanas de sus hogares. Nosotros debemos amar a todos estos, como Dios los ama a ellos.

El amor de Dios y el amor al prójimo se han hecho uno en Jesús. El señor que viene a nosotros en la Eucaristía hoy, es el Señor que viene a nosotros, siempre en su más penosa apariencia: en el pobre, el extranjero, el desamparado, el prisionero, el aún no nacido. El que dice: “Este es mi Cuerpo” también nos dice: “Así como ustedes lo hicieron con uno de los más pequeños de mis hermanos, ustedes me lo hicieron a mí”.

Así que en esta Santa Misa renovemos la conciencia de nuestra dignidad e identidad como católicos, como hijos de Dios en la familia de Dios, la familia de la Iglesia.

Anclemos nuestros corazones firmemente en Cristo, y hagamos de sus enseñanzas los cimientos seguros de nuestra vida. Tratemos de conocer a Jesús mejor. De amarlo más. Y de amar como Él amó.

La Madre Teresa acostumbraba recordar a la gente que proclamar a Cristo no se hace solamente predicando. Ella decía: “Debemos proclamar a Cristo por la manera como hablamos, por la manera como caminamos, por la manera como reímos, por nuestra vida, de modo que cada persona sepa que nosotros le pertenecemos a Él”.

Este es un buen consejo para nosotros. A través de nuestros pequeños actos de amor y amabilidad; a través de nuestros sacrificios y oraciones, podemos llevar a otros más cerca de Dios. y cuando hacemos esto, nosotros desarrollamos la comunión de culturas, la comunión de santos, la familia de Dios.

Nuestro buen Dios espera grandes y hermosos frutos de cada uno de nosotros. Así que ofrezcámosle en cada cosa que hagamos, los buenos frutos de santidad y amor, mientras buscamos la cosecha de la justicia.

Y que Nuestra Señora de Guadalupe, la Madre de las Américas, continúe siendo nuestra especial intercesora, mientras buscamos edificar su reino de amor, la familia de Dios. Amén. VN

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