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EN LA FRONTERA CON NUESTROS HERMANOS Y HERMANAS INDOCUMENTADOS

(Del lado estadounidense de la frontera en El Paso, Texas, el Cardenal Rogelio Mahony, Arzobispo jubilado de Los Ángeles, fotografía a tres jovencitos detenidos por las autoridades migratorias, mientras el Santo Padre celebra una Misa. Fotografía de Nancy Wiechec / CNS).

 Por CARDENAL ROGELIO MAHONY

EL PASO, frontera entre  Estados Unidos y México –  Cuando el 17 de febrero culminó la visita del Papa Francisco a México con una Misa en Ciudad Juárez, yo pude haber tenido el privilegio de cruzar la frontera y concelebrarla junto a él. En lugar de eso, sin embargo, opté por permanecer del lado de Texas y participar en esta histórica “liturgia de dos naciones”, junto a un gran número de indocumentados que no pudieron cruzar legalmente para unirse a nuestro Santo Padre. Pero pudieron presenciar el momento en el que el primer hijo de inmigrantes que se convirtió en Obispo de Roma, extendió su mano sobre el Río Grande para bendecirlos. Fue una experiencia sobrecogedora!

Antes de ese memorable miércoles por la tarde, tuve la bendición de pasar tiempo con un gran número de jovencitos, “menores no acompañados”,  que estaban allí presentes,  – y que habían soportado semanas y meses de angustia, ataques, privaciones y amenazas para llegar a nuestro país.

Me encontré con unos 40 de ellos en El Paso antes de que llegara el Papa. La mayoría era de Guatemala, Honduras y El Salvador. Eran muchachos de 16 a 22 años, pero todos parecían niños. Cuando les pedí que me contaran sus historias, me dijeron que sus padres los habían enviado solos en sus viajes, ya que las opciones de regresar a casa eran tan sombrías. Me dijeron que si ellos no se arriesgaban a buscar una nueva vida en otro lugar, serían obligados a unirse a bandas criminales de una u otra manera, y que tendrían que matar o lastimar a otros para sobrevivir en la pandilla.

Es aterrador cuando el único futuro por delante sea entregarse al horror y a la traición de sembrar caos en la tierra natal. En lugar de eso, los padres de estos jovencitos fueron lo suficientemente fuertes como para obligarlos a abandonar todo lo que ellos conocen, y viajar “al norte” – al norte – con la esperanza de hallar algo mejor. Con gran sacrificio y pagando un montón de dinero – dinero fuera de su alcance – enviaron a sus hijos e hijas a través de la única ruta posible para llegar a Estados Unidos: la frontera entre Guatemala y México.

Fue una gracia conmovedora encontrarme con estos jóvenes valientes, tener la oportunidad de conocerlos y escuchar sus historias.

La única manera que les permitió sobrevivir en su travesía hacia el norte a través de México, fue juntándose con uno o dos más en el mismo viaje. Como me lo describieron, se convirtieron en compadres, hermanos y hermanas – en una travesía común – y soportaron increíbles obstáculos. Los líderes del cartel de la droga controlan la mayor parte del territorio por el que tienen que viajar, y fueron atacados, amenazados, humillados en cada milla del viaje – un viaje de muchas semanas. A menudo, y en más de un sentido, se enfrentaron a la muerte, ya sea por tratar de saltar a los trenes en movimiento o por falta de alimentos y agua. Pero la más frecuente y dolorosa razón por la que sus vidas estuvieron en peligro fue la falta de alguien que se preocupara por ellos.

Estos jóvenes no llegaron a nuestra frontera como delincuentes, sino como almas desesperadas e hijos de Dios. Todos vinieron a buscar un futuro libre de delincuencia,  injusticia y esclavitud al convertirse en peones de un imperio que el Papa Francisco llama “esclavitud moderna”: los males gemelos de drogas y tráfico humano que están destruyendo incontables vidas y comunidades en América Central.

En el capítulo 25 del Evangelio de Mateo, Jesús nos dice que “cualquier cosa que hagas por aquellos hermanos más vulnerables, lo hiciste por mí”, y en la misma medida seremos juzgados. Hoy en día, lo que hacemos por estos muchachos y otros como ellos es lo que hacemos por el Señor mismo.

Fue una bendición estar con estas hermanas y hermanos nuestros en la frontera, al alcance de la vista de la última Misa del Papa en México. Es posible que hayamos sido divididos físicamente de Juárez por el patético Río Grande, vigilado en todas partes por los oficiales de la frontera, pero algo que ningún obstáculo humano puede restringir -es la Eucaristía y el amor de Cristo- y en eso todos fuimos uno.

Cuando el Papa Francisco caminó por la rampa hasta el santuario y rezó piadosamente por aquellos que han tratado de mejorar sus vidas al cruzar la frontera, estos jóvenes sólo podían ver la escena a través de la barda. Una foto cuenta la historia -la exclusión y la distancia que representa es poderosa. Es el signo y la historia de lo que el Santo Padre ha denominado “una globalización de la indiferencia”. Pero al mismo tiempo, otra imagen habló de la esperanza que puede superarla: tres de estos muchachos ofrecieron un saludo y un intercambio de fraternidad desde el Norte hacia el Sur. En esto vemos el recordatorio constante del Papa de que todos somos hermanos y hermanas en Jesucristo, y que – tanto como Iglesia y sociedad – se nos ha confiado la misión del Señor,  “no se trata de construir muros, sino de derribarlos”, expresó durante su visita a Estados Unidos el año pasado.

Volví a Los Ángeles con un entusiasmo renovado de recorrer el camino de la paz, la fraternidad y el bienestar de todos nuestros hermanos y hermanas que han sufrido, y que ahora están soportando las bardas que nos separan. Que el Señor y la Virgen de Guadalupe, Madre de América, nos bendiga y fortalezca en nuestra tarea. VN

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