DIOS SE DELEITA EN LA MISERICORDIA, Y LO MISMO DEBERÍAMOS HACER NOSOTROS

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ, Arzobispo de Los Ángeles

Todas las preguntas básicas que enfrentamos en nuestra vida se relacionan con la manera cómo deberíamos vivir.

¿Qué es lo que debemos valorar y cuáles deben ser nuestras prioridades? ¿De qué deberíamos preocuparnos y para qué deberíamos estar viviendo?

Las Bienaventuranzas son la respuesta que Jesús nos da a estas preguntas básicas. En el Sermón de la Montaña, en el Evangelio de San Mateo, Él nos está diciendo qué tipo de personas deberíamos ser. La respuesta es que debemos vivir como Él vivió.

En el centro de las Bienaventuranzas, en la quinta de las ocho que Jesús nos da, nos encontramos con esto: “Bienaventurados los misericordiosos”.

La misericordia es como la “bisagra” que abre la puerta al hermoso misterio de aquello a lo que Dios nos está llamando a ser.

Las Bienaventuranzas no sólo describen, sino que prescriben. Las Bienaventuranzas son las actitudes y acciones que Jesús espera de nosotros, si queremos llamarnos cristianos.

De manera que la misericordia es nuestro “trabajo”, nuestra tarea diaria. La misericordia es nuestra fe que actúa a través del amor.

En la práctica, la Misericordia significa tener compasión con todos y, de manera especial, con aquellos con los que Jesús se identificó: con los pobres, los enfermos, los presos y los extranjeros. La misericordia significa servir a los demás con amor, con el corazón siempre abierto a sus necesidades, a sus heridas y a sus anhelos.

El misericordioso busca liberar a los demás de su miseria, ya sea que ésta sea ocasionada por la crueldad, por la desgracia, por la injusticia social, o por su propio pecado y debilidad.

La misericordia nos hace hermanos y hermanas de todo el mundo y prójimos de los necesitados. Esa es la lección que Jesús nos da en la parábola del Buen Samaritano.

Y en los Evangelios, Jesús nos enseña, una y otra vez, que la misericordia que buscamos en Dios debe ser la misericordia que mostremos a los demás.

Con esto, Él no quiere decir que la misericordia de Dios sea una “recompensa” por nuestra misericordia. No nos está diciendo tampoco que nuestra misericordia “tiene como consecuencia” que Dios nos muestre misericordia, ni que lo “obligue” a ello.

El apóstol Santiago dijo que la misericordia triunfa sobre el juicio. De eso es de lo que Jesús nos está hablando. Nosotros amamos, porque él nos amó primero. Y tenemos misericordia hacia los demás porque él tuvo primero misericordia de nosotros.

Somos siervos inútiles, nos dice Jesús. Pero Dios, por su amor, tiene misericordia de nosotros. Cuando caemos, él está allí para levantarnos, para ponernos nuevamente en el camino correcto. Nuestro Dios es el Dios de las segundas oportunidades y de los nuevos comienzos.

La misericordia es el modo de ser de Dios, que es el Padre de las misericordias. Entonces, la misericordia debe ser también nuestro modo de ser, como hijos de Dios que somos. Igualmente, la misericordia debe ser el modo de ser de la Iglesia.

En Jesús, vemos que la misericordia de Dios es “misionera”.

Piensen en la vida y en la misión de Jesús, que él describió en sus hermosas parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo pródigo: “Cuando él todavía estaba lejos, su padre lo vio y se llenó de compasión por él. Luego, corrió hacia su hijo, lo abrazó y lo besó”.

La misericordia es el rostro de Dios y el corazón del Evangelio de Cristo. A través de Jesús, Dios en su misericordia, viene a buscar a los que están perdidos para salvarlos. Y se llena de júbilo cuando los encuentra.

Jesús nos llama a ser misericordiosos en la tierra como nuestro Padre celestial es misericordioso.

La misericordia empieza en el corazón y se lleva a la práctica con las acciones a través de los actos de bondad y, especialmente, de los actos de perdón. Dios se deleita en la misericordia, y lo mismo deberíamos hacer nosotros. A Dios le gusta perdonarnos, y, por lo mismo, a nosotros nos debería gustar perdonar a los demás.

Todos los días tenemos muchas oportunidades de perdonar las faltas que los demás cometen hacia nosotros. Cuando perdonamos a los demás, no estamos olvidando sus pecados. La misericordia no es nunca una excusa para la injusticia.

Cuando perdonamos a los demás, confiamos en que el juzgar le corresponde a Dios y en que el amor de Dios por los pecadores es más fuerte que su pecado. Cuando somos misericordiosos, amamos con la libertad de aquellos que han conocido el perdón de Dios. Cuando somos misericordiosos, nos rehusamos a someternos a la injusticia, y, más bien, luchamos contra ella por medio de la verdad y del amor.

Dios nunca rechaza a los pecadores, y nosotros tampoco podemos hacerlo. Hemos, más bien, de buscarlos, de hacernos responsables por ellos y de acompañarlos. Tenemos que encontrar continuamente nuevas maneras de atraer a la gente hacia a Dios, especialmente a quienes son más cercanos a nosotros.

Nuestra misericordia debe ser cordial, no forzada; debe ser nuestra primera reacción, no nuestro último recurso. Esta debe ser una lección para cada uno de nosotros, tanto en nuestra vida personal como en nuestros ministerios. Y esta es una lección también para la Iglesia.

Así que esta semana, en tanto que cruzamos la mitad de nuestro camino cuaresmal, oremos unos por otros para que todos podamos llegar a ser las personas que Dios quiere que seamos, es decir, para que seamos personas que viven las bienaventuranzas.

Y pidámosle a nuestra Santísima Madre María, la Madre de la Misericordia, que nos ayude a crecer en la misericordia. VN

El nuevo libro del Arzobispo José H. Gomez, “Inmigración y el futuro de Estados Unidos de América”, está disponible en la tienda de la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles. (www.olacathedralgifts.com).

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