CATÁSTROFE FAMILIAR Y FINANCIERA SI MUERE EL TPS

A menos que pueda encontrarse una solución justa e integral, los beneficiarios de este programa y sus familias enfrentarían un cambio radical en sus vidas

Por RÓGER LINDO

El tiempo corre, y se ha dictado que en menos de 20 meses debe expirar el Estatus de Protección Temporal (TPS) que ampara a 200 mil salvadoreños en Estados Unidos, permitiéndoles  residir y progresar en ese país con todas las de la ley. Alrededor de 243 mil trabajadores y pequeños empresarios, 135 mil hogares -según un reciente estudio del Centro para Estudios de Migración (CMS), con sede en Nueva York- conforman esta comunidad que se distingue por su dedicación al trabajo, tesón y aspiraciones para alcanzar una vida mejor. Y no menos, por los sacrificios que pasan para contribuir con millones de dólares al bienestar de sus familiares que viven en El Salvador. Según el mencionado estudio, el 88% de los salvadoreños con TPS tiene empleo, sus ingresos anuales sobrepasan al de muchas familias estadounidenses, la tercera parte de ellos son orgullosos dueños de casa, y han vivido en el país del Norte un promedio de 21 años. Sus raíces calan hondo en esa sociedad: 193 mil niños estadounidenses son hijos de beneficiarios del capítulo salvadoreños del programa.

La muerte del TPS, a menos que pueda encontrarse una solución justa e integral, significaría una conmoción financiera y familiar indescriptible para esas familias y quienes dependen de ellas, incluyendo su país de origen, que el año pasado recibió más de cinco mil millones de dólares de todos sus expatriados en calidad de remesas. Justamente, la terminación del programa, que venía siendo prorrogado tanto por administraciones demócratas como republicanas, representa una catástrofe económica y humanitaria para este país. Sólo se compara con la expulsión, a finales de los años 60, de centenares de miles de salvadoreños que se habían afincado en Honduras muchos años atrás.

Frente a este desastre anunciado, el gobierno del presidente Sánchez Cerén ha emprendido trabajos de cabildeo con empresarios y políticos estadounidenses, sea para que se prorrogue el TPS, o en su defecto, que el Congreso estadounidense ofrezca una alternativa de regularización que incluya también a los dreamers. En junio, el canciller Hugo Martínez planea reunirse en Miami con Mike Pence, el Vicepresidente estadounidense, con el fin de negociar algo. A juzgar por los más recientes comentarios del Presidente Trump sobre los salvadoreños, poco o nada puede esperarse de este encuentro. Mientras tanto, El Salvador ha estado contratando asesores para orientar a sus compatriotas, individualmente, para encontrar maneras de regularizarse antes que llegue el 9 de septiembre de 2019, plazo fatal del TPS salvadoreño.

En días recientes, los medios de comunicación divulgaron que el Gobierno salvadoreño se ha acercado al Estado de Qatar buscando un arreglo que permitiera darle ocupación al menos a una parte -no se sabe cuántos-, y por un tiempo indeterminado, a salvadoreños que sean expulsados de Estados Unidos. Durante su visita a ese estado del golfo Pérsico, el canciller Hugo Martínez de El Salvador fue citado por la cadena Al Jazeera aseverando que su país tiene “trabajadores muy, muy capacitados”.

Pero en el mejor de los casos, aun si el acuerdo con Qatar llegara a concretarse, se trataría de una segunda diáspora para los salvadoreños. Esta vez, de Norteamérica a la península arábiga. Y quién sabe cómo les iría, o en primer lugar, si accederían a semejante arreglo.

En cuanto a condiciones, hay que decirlo, El Salvador no está preparado en lo más mínimo para recibir a sus hermanos y hermanas. Ni el Estado, ni las empresas, ni las universidades, ni la sociedad tienen la menor idea de lo que representa semejante impacto, y no hay mucho que esperar de ellos. Este país es una sociedad expulsora de gente, que en los últimos años ha contado con que sus ciudadanos más audaces, más emprendedores, más desesperados, se marcharan a otra parte a ganar muchos dólares. Los jóvenes aspiran a irse. Los viejos viven en cierta manera frustrados porque no se marcharon cuando podían.

Claramente, el fin del TPS o la posibilidad de una avalancha humana no figuran en ninguna de las plataformas o las declaraciones de los candidatos que aspiran a hacerse elegir como  alcaldes o diputados esta semana. Y estas preocupaciones seguirán estando ausentes de las campañas en 2019, cuando se elija al nuevo presidente.

Por el momento, la más sólida oportunidad para salvar el TPS parece fincarse en la demanda colectiva que ocho beneficiarios haitianos y salvadoreños del programa han abierto contra el Gobierno de Trump en estos días. Su argumento: que la decisión de terminar el estatuto de protección temporal se basó en prejuicios racistas y discriminatorios que violan sus derechos constitucionales. Tan evidentemente racistas y discriminatorios como los epítetos que salvadoreños y haitianos han estado recibiendo gratuitamente por Twitter y otros medios desde que se supo que el programa iba a terminar. Y quien asesoró esta demanda colectiva, el Comité de Abogados por los Derechos Civiles y la Justicia Económica, no anda extraviado. Recientemente, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos anunció que no intervendrá en el litigio en torno a los dreamers, conocido como DACA, que sigue su curso en el sistema judicial, lo que significa que la protección que impide la expulsión de los dreamers seguirá en pie, y sobre todo, que vale la pena abrir y sostener pelea por la causa del TPS en el sistema de justicia.

La causa de los 200 mil salvadoreños y los 93 mil haitianos del TPS, y la de los 800 mil dreamers tiene que pelearse en varios frentes. No en balde hay Iglesias, organizaciones civiles, congresistas, grupos de abogados, ciudadanos comunes, estudiantes, Gobiernos, periodistas e intelectuales involucrados en el esfuerzo para mantener estos programas -u otra alternativa permanente-, e impedir que se cometan injusticias con consecuencias devastadoras para comunidades enteras. VN

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