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A UN CUARTO DE SIGLO DE LA MUERTE DE MONSEÑOR OSCAR ARNULFO ROMERO

Si Monseñor Romero se paseara estos días por las calles y cantones de El Salvador, sin duda anotaría muchos cambios en su libreta de excepcional observador de la realidad salvadoreña.

En primer lugar, advertiría que ya no retumban las piezas de 120 milímetros que solían bombardear el cerro de Guazapa, que han desaparecido los retenes militares de las carreteras, y que los ciudadanos de esta pequeña república centroamericana parecen entregados, a pie o en vehículo, a sus respectivos quehaceres en relativa paz.

Sin duda, tampoco le pasaría desapercibida la radical transformación del perfil y hasta del trazado urbano, la aparición de gigantescas moles comerciales, la proliferación de nuevas carreteras, el ensanchamiento de calles y avenidas, y la apertura de asombrosos túneles y pasos a desnivel.

San Salvador quiere ofrecer, 25 años después del asesinato del arzobispo mártir, la imagen de una ciudad próspera cuyos ciudadanos hablan incesantemente por teléfono celular, consumen productos importados en tiendas y restaurantes que llevan nombres -y menús- en inglés, y al final del día, se trasladan en flamantes camionetas de manufactura americana o japonesa a las nuevas urbanizaciones en las afueras de la ciudad.

Pero monseñor Romero sin duda miraría mucho más allá. No se le escaparían las otras facetas y contrastes del mundo salvadoreño actual, y el dato que El Salvador, en lo fundamental, no ha cambiado mucho desde 1980.

Un reciente informe de Care, organización sin fines de lucro que opera en 70 países, El Salvador está dividido en dos países, uno urbano, relativamente moderno y próspero, y otro rural, retrasado y marginado, que depende para su subsistencia de la emigración”.

Pero aun en San Salvador, donde se concentra la riqueza, cuadrillas de mendigos, muchos de ellos niños adictos -los “huelepegas”- piden limosna en las intersecciones principales.

María Cristina Orantes, una abogada salvadoreña, señala que es de lo más común toparse con criaturas de cinco o seis años pidiendo una moneda en las calles.

“Estos niños son pandilleritos en potencia. ¿Qué está esperando el Estado, que crezcan para meterlos en la cárcel?”, se pregunta.

Pero aún lo que parece obra positiva tiene un lado pernicioso. Las nuevas arterias creadas para descongestionar el tráfico y abrir la comunicación con el resto del país, han llevado al descuaje de los pocos bosques y fincas de café que servían de pulmón a la ciudad.

Igual sucede con la urbanización descontrolada. Cualquier observador nocturno echa de ver el avance de la mancha urbana por las faldas del volcán de San Salvador, esto a costa de los espacios verdes. Este crecimiento desaforado y la creciente escasez de agua tienen el potencial de convertirse en el detonante de una futura explosión social.

Según indicadores del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) correspondientes a1 año 2003, 43 de cada 100 habitantes del país están sumidos en la pobreza. En el campo esta cifra ronda el 56%. 19 de cada 100 salvadoreños se encuentran en la pobreza absoluta, es decir, que sus ingresos no alcanzan para cubrir la canasta básica. El 20% de los hogares más ricos perciben el 58.3% del ingreso nacional y el 20% más pobre solamente recibe el 2.4% del ingreso nacional

Si Monseñor pudiera entrar a los hogares y conversar con la gente, descubriría que la quinta parte de la población salvadoreña tuvo que emigrar al extranjero, ya fuese por la guerra, los desastres naturales que azotaron al país -el huracán Mitch en 1998, dos terremotos espantosos en 2001-, la pobreza o por la falta de oportunidades en la ciudad y en el campo.

Esta emigración y las divisas que genera (2,500 millones de dólares tan sólo en 2004, según el Banco Central de Reserva de El Salvador (BCR), lo que constituye una cifra récord) son las que mantienen a flote la economía del país. Estos ingresos constituyen más del 16% del producto interno bruto.

Lejos de hacer algo para remediar la salida de estos salvadoreños en las condiciones penosas y riesgosas en que se produce, el gobierno no hace nada para remediar sus causas. Las remesas son la gallina de los huevos de oro. Han producido una clase media artificial que la cúpula económica ha sabido atraer a sus negocios y sus bancos con altísimos beneficios. Este capital, sin embargo, no es aprovechado en programas de desarrollo social a largo plazo, ni sus beneficios se canalizan en proyectos estratégicos capaces de generar trabajos bien remunerados.

Recientemente, Waldo Jiménez, gerente técnico de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), coincidió con un análisis del BCR según el cual, por noveno año consecutivo, la economía salvadoreña ha tenido un crecimiento deficiente.

Esto no es de extrañar. Las estrategias planteadas por los gurús del Gobierno van de bandazo en bandazo. Anteriormente, el impulso a las máquilas era considerado el paradigma de la clase dirigente y la cúpula empresarial. Ahora sus esperanzas están cifradas en el Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos. Pero esta fórmula suscita enormes dudas incluso entre algunos empresarios, que temen ser devorados por las grandes transnacionales cuando se abran las compuertas del TLC.

Otro componente amargo del mural salvadoreño son las maras o pandillas. De acuerdo con cifras oficiales, en El Salvador existen alrededor de 35,000 pandilleros. Su origen está en los barrios populares de Los Angeles, y en la actualidad bandas como la Mara Salvatrucha proliferan en todo el istmo centroamericano e incluso en el sur de México.

Aunque las maras constituyen un problema de ìndole social, el gobierno las enfrenta sin creatividad, echando mano de tácticas draconianas como los planes Mano dura y Super mano dura.

Juan García Melara, alcalde del partido FMLN en la ciudad de El Paisnal, al norte del departamento de San Salvador, reivindica en cambio el uso de otros métodos para abordar la cuestión de las maras. Según él, estas no han podido desarrollarse en su municipio gracias a un programa de visitas a domicilio que su administración lleva a cabo en combinación con la Policía Nacional Civil del lugar. Estas visitas se combinan, dijo García Melara, con un impulso vigoroso al deporte en esa localidad.

El Salvador tiene otros problemas que superar, como la discriminación por sexo, edad u otras categorías.

Para darse cuenta de ello basta leer los avisos clasificados de la prensa salvadoreña.

“Bar restaurante solicita meseras, cajeras, bar tenders… entre 18 y 30 años de edad”. “Se necesitan operarios de máquinas inyectoras… entre 18 y 25 años”. “Secretaria para gerencia, entre 25 y 35 años de edad”. Son formas de discriminación que se han vuelto “normales” de tan comunes y flagrantes que son.

Sin embargo, durante la reciente conmemoración del 25 aniversario del asesinato de Monseñor Romero, se pusieron de manifiesto variadas e intensas muestras de sensibilidad sobre los problemas del país. Varios delegados a los actos en honor de Romero que llegaron de lugares remotos, expresaron su profundo compromiso con las enseñanzas de monseñor Romero y su identificación con los humildes.

Entre ellos hubo numerosos visitantes extranjeros, gentes venidas de Japón, Guatemala, Estados Unidos y países africanos para quienes El Salvador no es un asunto olvidado. VN

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