MARCHA POR LA VIDA, LA PAZ Y LA JUSTICIA EN EL SALVADOR

Esta movilización expresa la necesidad de combatir la creciente violencia en el país centroamericano

SAN SALVADOR.– El deseo colectivo de cambio era la aspiración común compartida durante la marcha de blanco convocada en El Salvador para pedir paz y justicia en este país, donde cada día muere un promedio de 15 personas en actos de violencia, la mayoría de ellos jóvenes de las capas pobres de la población.

“Somos más los que queremos vivir en paz”, opinó Sara Coto durante el recorrido hacia la plaza del Divino Salvador en esta capital, punto central de la Marcha por la Vida, la Paz y la Justicia. En términos parecidos se expresaron las personas abordadas en la mañana del pasado 26 de marzo.

La movilización fue convocada por el Concejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana, un organismo formado recientemente para buscar soluciones al problema de la violencia crónica, en el que participan representantes de distintos ministerios, las Iglesias, la Policía, distintos sindicatos, periodistas y la empresa privada.

El Gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén decretó día de asueto nacional para que todos los salvadoreños pudieran sumarse al evento. Sin embargo, signo de que la polarización política se extiende a cuestiones sobre las que debiera existir consenso, una parte de la clase empresarial y el bando político más conservador se pronunciaron contra la marcha y prácticamente la boicotearon.

El mandatario dijo que 300 mil personas se habían congregado en San Salvador y 200 mil en el resto del país. En Los Ángeles, salvadoreños que radican en el Norte se congregaron frente a la estatua de Monseñor Romero en el Parque MacArthur para pedir paz y justicia en su país de origen.

En su discurso, Sánchez Cerén hizo un llamado a restablecer relaciones de amor y armonía en el seno de las familias y comunidades, pero al mismo tiempo anunció que su administración prepara una norma, la Ley de Reinserción de Pandillas y Prevención para Personas en Riesgo, con la que se pretende meter en cintura a los que violan la ley.

Nada menos esa mañana, ocho supuestos pandilleros, incluida una mujer, fueron abatidos por fuerzas de la Policía y el Ejército en una población rural del departamento de La Libertad. Según declaraciones oficiales, formaban parte de un contingente armado de pandilleros -las autoridades dicen haber recobrado dos fusiles de guerra M-16 y otras armas empleadas por los pandilleros en el choque armado- que planeaban una matanza para hacer lucir mal al Gobierno.

Recientemente, la Asamblea Legislativa aprobó una nueva ley que facilita la denuncia y persecución de los extorsionistas. Exime a las víctimas de la obligación de comparecer en los tribunales para presentar sus casos, autoriza al Gobierno a perseguir de oficio ese delito, y confiscar los bienes mal habidos. Adicionalmente, la norma fija elevadas penas monetarias a las empresas telefónicas que saboteen los esfuerzos para neutralizar las señales de teléfono en el entorno de los penales, que funcionan como centrales de extorsión. Un exdirector de penales declaró hace algún tiempo que esas compañías aumentaron la potencia de la señal después que el Gobierno instaló bloqueadores en los penales.

Según el Departamento de Estado de los Estados Unidos la fuerza de las maras ronda los 50 mil individuos en este país. Forman comunidades extensas que están en todas partes y en la que participan familias enteras. En muchos aspectos superan al Estado. “Nadie ha querido hacer nada, todos han sido muy flojos para manejar esta situación”, comentó Ernesto Linares, de 50 años, un empleado público que estuvo presente en la plaza del Salvador del Mundo.

Frente a semejante reto, muchos salvadoreños se preguntan qué seguirá después de la marcha del 26.

“Lo que va a seguir es lo que está ya sucediendo: es el trabajo a nivel de territorio, cerca de las comunidades que están expuestas a riesgos, con un trabajo bien articulado de parte de las organizaciones del Estado, de manera conjunta y de la mano con la sociedad civil y la empresa privada, las Iglesias y la cooperación internacional”, responde a esa pregunta Robert Valent, representante residente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que forma parte de la Comisión de Seguridad.

Las mentes más lúcidas coinciden en que las fórmulas punitivas son insuficientes por sí solas para imponerse a las pandillas. Y también pueden ser contraproducentes. Hay que empezar a reconocer que la vulnerabilidad a la violencia empieza con la pobreza extrema y la exclusión. Hablar de tolerancia y coexistencia pacífica en un país donde la mayor parte de la población se debate en la sobrevivencia carece de sentido si no se adopta un modelo más justo y humano, que ofrezca oportunidades de formación e ingresos decentes. A los jóvenes de escasos recursos, en especial. Para desarmar la violencia hay que avanzar también por este camino.

Por eso no debe extrañar que la figura y el pensamiento de Monseñor Romero se manifestaran en todo momento durante la marcha. En los lemas, en las camisetas y en las voces de la gente. “Este pueblo tiene el mismo valor que Monseñor Romero sentía”, dijo Atilio Vázquez, de Osicala, Morazán; “está caminando por la vida, está caminando por la justicia y está caminando por la esperanza”. VN

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