LA URGENCIA HUMANITARIA EN LA FRONTERA SUR DE ESTADOS UNIDOS

Como “urgencia humanitaria” califica el papa Francisco la crisis desatada por la ola de niños migrantes atrapados en la frontera sur de Estados Unidos. Más de 57 mil menores, en su mayoría originarios de Centro América, han sido capturados por la Border Patrol de octubre a la fecha y se encuentran en una especie de limbo legal y existencial. Es una escalada histórica, que triplica las capturas de menores registradas en la línea fronteriza a lo largo de 2013. No se había visto una crisis igual desde las guerras de los años 80 en Centroamérica, pero esta vez, tratándose de niños, es un desplazamiento de perfiles catastróficos.

Los menores llegan a terrritorio estadounidense sin sus padres, acompañados o guiados, en el mejor de los casos, por coyotes, y tras haber afrontado los mil y un peligros presentes en la ruta, hasta el punto que el solo hecho de llegar con vida a las prisiones del Servicio de Inmigración puede considerarse una suerte para ellos. Muchos han sufrido abusos en el camino: violencia, robo, violaciones. Las niñas son especialmente vulnerables. “Estos niños se encuentran desorientados, desconfían de los extraños y muchas veces llegan traumatizados”, expuso el fin de semana al New York Times el director de la organización Raíces. Son, en rigor, refugiados.

Según el secretario del Departamento de Seguridad Nacional los migrantes infantiles arriban a un ritmo de 200 y 250 por día. Las correas de transmisión de la industria de la migración se han vuelto tan eficientes en la actualidad que, según el periodista salvadoreño Hector Silva Ávalos, el viaje entre Centro América y la frontera estadounidense puede tomar en la actualidad cinco días apenas.

Una de las razones, quizá la principal, que empuja a estos chicos —o más bien a sus padres, que son los que hacen los arreglos del viaje— a llegar a los Estados Unidos a cualquier costo, es ponerse a salvo de la violencia crónica y la miseria espantosa que impera en sus comunidades de origen en Guatemala, El Salvador y Honduras, y a la que no se le mira fin.

La obligación inmediata del Gobierno estadounidense es responder por el bienestar y seguridad de esta diáspora infantil. La ley estadounidense considera que si el niño sin papeles es mexicano, y no expresa temor de regresar a su país, las autoridades, previo consenso del menor, lo devuelven a su país. En el caso de otras nacionalidades, se transfiere a los chicos a un refugio de detención (donde pasan un promedio de 34 días recluidos), y eventualmente se les permite alojarse con sus familiares en EEUU, si los tienen, mientras se tramita su deportación. Existen ciertas consideraciones —abandono y abuso de parte de sus familiares, amenazas a su seguridad si son obligados a volver— que pueden abrirles camino a algún estatus de protección. Según organizaciones humanitarias que se han movilizado para asistir a los niños, una alta proporción de ellos tiene las bases legales para tramitar su residencia en los Estados Unidos. Desafortunamente, aun en manos de la policía guardafronteras siguen siendo vulnerables. No saben que tienen derechos, la policía los intimida o los veja, y su suerte inmediata, una vez apresados, es recibir trato de criminales. Los agentes del Border Patrol, como los de cualquier país del mundo, han sido entrenados para desensibilizarse frente a las tragedias que mueven a los migrantes, y ni siquiera los niños escapan a sus perfiles.

Los tres países centroamericanos mencionados, sus economías y sus élites cargan con la responsabilidad principal por estas desaforadas migraciones infantiles. Son proyectos de nación fallidos, asentados en desigualdades ancestrales y sus Estados son incapaces de proteger a sus ciudadanos, menos a sus niños. No están para eso, sino para servir a los grupos de poder, y en todo caso, para aprovecharse de los débiles. Pero también la política migratoria estadounidense, que desafortundamente tiene mucho que ver en este caso, es fallida. El ala dura republicana es inevitablemente el ala dura cuando se trata de los trabajadores inmigrantes, y sus instintos ante la presencia de los pequeños refugiados, es militarizar la frontera. Pero lo cierto es que esta Administración demócrata, de la que se esperaban políticas más iluminadas, tiene una deuda política y moral con los latinos que no ha cumplido. Prometió concretamente llevar a feliz término una reforma que reparara las grandes injusticias de sus leyes migratorias, y no lo ha hecho: millones de trabajadores inmigrantes continuan siendo ciudadanos de segunda clase, y puesto que no pueden reunirse con sus familias por las vías regulares, le confían sus hijos e hijas a los coyotes. Aun para los inmigrantes con papeles la reunificación familiar puede tardar décadas debido a las falencias del sistema. Es el legado de un sistema migratorio injusto, incompetente y deshumanizado. Por ello, en el caso que nos ocupoa, el papa Francisco tiene toda la razón cuando exige “como primera medida acoger y proteger como es debido a estos menores”.

Es cierto que hay retos fundamentales, estructurales en los países centroamericanos que requieren soluciones de fondo, políticas de desarrollo que favorezcan a la población. Pero al paso que vamos esto podría tomar cien años, o quien sabe si va a ocurrir alguna vez. La crisis de los niños migrantes es ya. Recientemente, el arzobispo de la arquidiócesis de Los Angeles, monseñor José Gómez, pedía mayor cooperación del Gobierno para aliviar la situación de los chicos refugiados, de los cuales varios cientos se encuentran recluidos temporalmente en la base naval de Port Hueneme. Estos chicos, hizo ver, “no son diferentes de nuestros hijos e hijas, de nuestras sobrinas, sobrinos o primos”.

Frente al problema que se ha creado, mencionó, no es aceptable “volver la cabeza y mirar hacia otro lado”.

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