LA INMIGRACIÓN ES UNA OPORTUNIDAD

Un tercio de los católicos de EE.UU son latinos, y su número aumenta

Por MONSEÑOR JOSÉ H. GOMEZ
Arzobispo de Los Angeles

La inmigración es un problema difícil para la gente, incluyendo a muchos que tratan de ser buenos católicos. No soy político. Soy pastor de almas y también un ciudadano norteamericano.

Como pastor de una de las comunidades católicas más amplias de Estados Unidos, me veo profundamente afectado por la crisis de la política de inmigración de nuestra nación.

Históricamente, la Iglesia Católica siempre ha sido una Iglesia de inmigrantes, al igual que Estados Unidos siempre ha sido una nación de inmigrantes.

Los católicos norteamericanos forman una sola familia espiritual compuesta por unos 60 grupos étnicos y nacionales de todos los continentes. En la Arquidiócesis de Los Ángeles, el ministerio y el culto se realizan en 42 idiomas.

Más o menos el 70 por ciento de mis creyentes son hispanos. Y Los Ángeles no es ninguna excepción, sino un signo del futuro. Más o menos un tercio de los católicos de Estados Unidos son de origen latino, y su número aumenta.

Los hispanos representaron casi el 60 por ciento del crecimiento de nuestra población en los últimos diez años. Actualmente forman el 16 por ciento de la población de EE.UU. Casi una cuarta parte de todos los norteamericanos de 17 años son hispanos.

Por lo tanto, la política de inmigración, en especial en lo que se refiere a la inmigración latina, nos preocupa mucho como católicos y ciudadanos.

La perspectiva de la Iglesia sobre estos temas tiene sus raíces en las enseñanzas de Jesucristo, de que toda persona humana es creada a imagen y semejanza de Dios y posee la dignidad y los derechos otorgados por Dios.

Desde un punto de vista católico, los fundadores de EE.UU tuvieron toda la razón. Los derechos humanos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad son universales e inalienables. Provienen de Dios, no de los gobiernos. Y estos derechos no dependen de dónde nació cada quien o cuál es su grupo étnico o racial.

El derecho humano a la vida, el fundamento de todos los demás derechos, implica el derecho natural a emigrar. Porque para que una persona y su familia vivan una vida con la dignidad que les ha otorgado Dios, se requieren ciertas cosas. Por lo menos alimento, abrigo, ropa y los medios para ganarse decentemente la vida.

Si usted y su familia no pueden conseguir lo esencial para la vida en su país –por la inestabilidad política, los problemas económicos, la persecución religiosa, u otras situaciones que ofenden la dignidad humana básica– debe de buscar estas características en otro país.

Según el pensamiento católico, el derecho a la emigración es un “derecho natural”. Esto significa que es universal e inalienable. Pero no es absoluto. Los inmigrantes están obligados a respetar y obedecer las leyes y tradiciones de los países adonde fueron a residir.

Las enseñanzas católicas también reconocen la soberanía de las naciones para proteger sus fronteras y tomar decisiones sobre quién y cuántos son los extranjeros que dejan entrar a su país.

Nuestro gobierno tiene la obligación de pensar en el impacto de la inmigración sobre la economía y nuestra seguridad nacional. Sin embargo, siempre debemos asegurarnos de que no exageramos estas preocupaciones en formas que nieguen las necesidades humanitarias básicas de buenas personas que buscan refugio en nuestro país.

Estos principios católicos son consistentes con los ideales de la fundación de Estados Unidos. También son consistentes con el orgulloso legado de una sola nación al amparo de Dios compuesta por muchos pueblos de todas las razas y credos.

Con base en estos principios, los Obispos de EE.UU apoyan una reforma de la política de inmigración que proteja la integridad de nuestras fronteras nacionales y proporcione a los inmigrantes indocumentados la oportunidad de poder obtener la residencia permanente, y algún día la ciudadanía.

Así que el problema político es básicamente el siguiente: ¿Cómo podemos encontrar la forma de aceptar a estos recién llegados y equilibrarlo con la necesidad de que nuestra nación proteja sus fronteras, controle el flujo de inmigrantes y monitoree a los que viven dentro de nuestras fronteras?

Pero lo que es importante para nosotros es enfrentar estos problemas políticos –no como demócratas o republicanos, liberales o conservadores– sino como católicos.

Y como católicos debemos alarmarnos por el costo en vidas humanas de nuestra incapacidad para arreglar nuestro sistema de inmigración descompuesto.

Actualmente, calculamos que hay 11 millones de personas viviendo en nuestro país sin la documentación apropiada. La gran mayoría de ellas trabajan y contribuyen a nuestra economía y sociedad. Pero a causa de su situación migratoria, se ven obligadas a vivir ocultas, sin los beneficios adecuados ni la protección en contra de la discriminación y la explotación.

Es cierto que muchos de ellos entraron al país de manera ilegal, o quizás ingresaron legalmente con una visa de turista y permanecieron muchos después de que ésta expiró.

Este hecho me incomoda. No me gusta ver que se burlen de la ley norteamericana. Y apoyo los castigos justos y apropiados que darían a los trabajadores indocumentados una forma de pagar su condena y legalizar su situación.

Norteamérica siempre ha sido una nación de justicia y ley. Pero como norteamericanos también hemos sido siempre un pueblo de generosidad, misericordia y justicia. Por desgracia, la respuesta actual de nuestra nación ante la inmigración ilegal no es digna de nuestro carácter nacional.

Mi punto es sencillo. Tenemos que definir una mejor forma de hacer una política de inmigración y aplicarla. Y en este debate, los católicos tienen un lugar especial. Porque los católicos –en especial– tienen la verdad sobre los norteamericanos. Ésta es, que todos somos hijos de inmigrantes.

Si hacemos la genealogía de cada uno en este salón, ésta nos llevará a algún país lejano de donde llegaron originalmente nuestros ancestros. En mi caso personal, el primer miembro de mi familia llegó a lo que hoy es Texas en 1805.

Nuestra herencia nos viene como don y también como deber. Al menos, significa que debemos tener cierta empatía por esta nueva generación de inmigrantes.

Para los cristianos, la empatía significa ver a Jesucristo en cada persona, y en especial en los pobres y vulnerables.

Amigos míos, debemos recordarlo: Jesús fue intransigente en este tema. En el atardecer de nuestra vida, nos dijo, nuestro amor por Dios será juzgado según el amor por el más pequeño de nosotros. Esto incluye, dijo, al inmigrante o al extranjero.

Pocas son las personas que “eligen” dejar su país. La emigración casi siempre es una obligación de las personas por las duras condiciones que enfrentan en su vida diaria.

La mayoría de los hombres y mujeres que están aquí ilegalmente han viajado ciento, o a veces miles de millas. Lo han abandonado todo, han arriesgado su seguridad e incluso su vida. No lo hicieron por su propia comodidad ni su necesidad egoísta. Lo hicieron para alimentar a sus seres queridos. Para ser buenos padres o madres. Para ser hijos o hijas amorosos.

Muchos de ustedes son padres o madres. Así que la pregunta que debe plantearse es la siguiente: ¿Qué no harían para mantener a sus seres queridos? ¿Para alimentar a sus bocas hambrientas? ¿Para dar a sus hijos un mejor futuro?

Éstas son las preguntas que todos debemos plantearnos. Sólo quiero proponer una sugerencia. Nuestro punto de vista sobre este tema cambiará si empiezan a ver estos “ilegales” como lo que realmente son –madre y padres, hijos e hijas– que no son muy diferentes de nosotros.

Los inmigrantes que veo todos los días en mi ministerio son personas con energía y aspiraciones. Son personas que no tienen miedo de trabajar duro ni de sacrificarse. Son personas que tienen valor y otras virtudes, y que valoran a Dios, la familia y la comunidad.

Casi 70 por ciento de los hispanos de nuestro país son católicos. Somos llamados a considerar a todos los hombres y mujeres como hermanos y hermanas en Cristo, pero en especial a los que comparten un Cuerpo de Cristo en la Santísima Eucaristía.

Por ello creo que una reforma migratoria integral nos ofrece un impulso especial como nación, y como Iglesia. Como lo han hecho los inmigrantes en cada generación, esta nueva generación de inmigrantes promete convertirnos en un Estados Unidos más fuerte, más virtuoso y próspero.

Como lo dije el otro día, la inmigración no es un problema, sino una oportunidad. Así que hoy quisiera pedirles que recen sobre este tema y aprendan más de las enseñanzas de la Iglesia Católica sobre la inmigración.

El futuro de la Iglesia en Estados Unidos depende de nuestra fidelidad a Cristo “para que el mundo conozca nueva esperanza”, como oró el Beato Juan Pablo II.

Pido que la Madre de las Américas, Nuestra Señora de Guadalupe, quien se reveló a un mexicano que se convirtió en santo, San Juan Diego, nos ayude en nuestras debilidades, para que tengamos el valor de dar testimonio del llamado de Jesucristo a acoger al extranjero.

Gracias por tomarse el tiempo de escucharme, hermanos Caballeros. VN

* Observaciones sobre la política de inmigración vertidas por Monseñor José Gomez durante la 129 Convención Suprema de los Caballeros de Colón realizada en Denver, Colorado, el 3 de agosto de 2011.

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