Secuestros, violaciones, robos o palizas son parte del alto precio que muchos emigrantes centroamericanos han de pagar al atravesar México con destino a Estados Unidos, la tierra prometida.
Cada año, unas 140,000 personas, según cifras del Instituto Nacional de Migración mexicano, cruzan la frontera sur del país procedentes de Centroamérica con un objetivo principal: llegar a Estados Unidos para iniciar una nueva vida.
Más de la mitad lo logra, eso sí, a cambio de cargar en sus maletas desagradables sucesos que difícilmente podrán olvidar. Otros, aproximadamente uno de cada diez, se quedan en el camino y dejan sus vidas en el intento.
Su situación de ilegales, inexistentes en México, les hace ser carne de cañón para delincuentes sin escrúpulos que no les importa aprovecharse de lo poco que tienen, y también de lo que no tienen.
Las bandas de delincuencia organizada han encontrado la fórmula del éxito, secuestrar a los emigrantes y extorsionar a sus familiares que estén en Estados Unidos, pues ya han comprobado que para los latinoamericanos es más valiosa la vida de una persona que los pocos ahorros que puedan tener.
Unos 1,600 emigrantes son secuestrados cada mes en México, según un informe presentado recientemente por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), delitos que mueven anualmente unos 50 millones de dólares y que en numerosas ocasiones cuentan con la complicidad de las autoridades.
BUSCANDO UNA NUEVA VIDA
Luis y María, un matrimonio salvadoreño de 28 y 33 años, sufrieron en su propia piel la carencia de escrúpulos de personas a las que no les importa aprovecharse de los que no tienen nada.
Viajaban de polizones en un tren por el sur de México cuando éste se detuvo y fueron asaltados por un grupo de personas disfrazadas de militares.
“Pensamos que era Migración y echamos a correr por el bosque”, cuenta María, quien asegura que sólo querían llegar a Estados Unidos para ganar dinero y ayudar a sus niños, de 8 y 12 años, que dejaron en El Salvador.
En su huída consiguieron esquivar un control migratorio, pero en el segundo fueron atrapados por un grupo de militares que les disparó para que se detuvieran.
“Corrimos mucho y yo perdí un zapato, un militar me agarró, me separó de mi marido y me llevó hacia el monte, alejándome cada vez más de él”, relata María.
El militar la interrogó y la registró para ver si portaba algo de valor o llevaba droga, pues muchos emigrantes son utilizados como “mulas” de carga de la droga.
“Me dijo que me levantara mi sujetador para registrarme, me tocó todo el cuerpo a la fuerza “, cuenta la joven.
Y sí, el agente realmente buscaba algo; como le dijo a María, quería que le pagara de algún modo la bala que le había disparado y, como no tenía nada que robarle, le pidió tener relaciones sexuales.
“Me dijo que me dejaría ir si tenía relaciones sexuales con él y que si no lo hacía, me regresaría a mi país”, continúa.
En su intento de lograr su recompensa, cada vez la alejaba más de su marido, que estaba retenido por otro agente con el que se comunicaba por silbidos.
María fue fuerte, se negó en todo momento y le dijo que le daban igual sus amenazas, que ella no iba a hacer nada con él.
Pasó un rato y como el agente vio que ella no cedía y que estaba dispuesta incluso a aceptar el regreso a su país, la soltó y logró reunirse con su marido.
Los momentos en los que estuvo capturado Luis, tampoco fueron mejores. El militar que lo custodiaba se dedicó a torturarlo psicológicamente haciéndole preguntas íntimas y reprochándole que hubiera abandonado a su mujer.
“Yo me acercaba todo el rato hacia donde estaba mi mujer y él me apuntaba con un arma amenazando con matarme y devolverla a ella a mí país”.
Aunque no se arrepienten de haber venido, no les parece justo el precio que han tenido que pagar por cumplir su sueño: “Nosotros sólo queríamos atravesar México como paso para Estados Unidos para empezar una nueva vida y poder ayudar y llevarnos un día con nosotros a nuestros niños”.
No consiguieron su sueño, sino que lo cambiaron de lugar y hoy ambos están a salvo en una casa de acogida de emigrantes y con planes de permanecer un tiempo en México.
AYUDAR SIN MIEDO A NADA
Una de las personas que ayuda a estos emigrantes es el padre Alejandro Solalinde, que dirige la casa del emigrante Hermanos en el Camino, de Ciudad Ixtepec (Oaxaca, suroeste de México), un punto clave de paso donde convergen los que vienen del Pacífico y los del Golfo de México.
En una entrevista, explicó que lo primero que hace es acudir a los sitios donde hay emigrantes, como son las estaciones de tren, para contarles la existencia de estos albergues.
Quienes acuden a la casa, unas 4,000 personas al mes, reciben atención médica y, si han sido violentados de algún modo, se les ayuda a poner una denuncia para poder iniciar su regulación migratoria.
Cuando una persona extranjera denuncia un delito sufrido en México, puede obtener una visa humanitaria que le da derecho a quedarse en el país el tiempo necesario para que se solucione el conflicto, tiempo que utilizan muchos emigrantes para solicitar su permiso de trabajo.
“Ayudamos a los emigrantes a denunciar, se les da protección, hacemos cosas que no nos corresponden porque no tenemos que ir de detectives, pero es lo que hay que hacer ante la impunidad existente”, apuntó el padre Solalinde.
Además de ayudarlos los aleccionan, les explican dónde secuestran y les cuentan de la complicidad de la policía con los delincuentes.
Actualmente las autoridades de Migración tienen prohibido realizar operativos contra los emigrantes.”Antes los detenían de manera inadecuada, atropellando sus derechos humanos porque las autoridades no estaban preparadas para tratar a emigrantes, que son personas en situación regular, no delincuentes, y por ello hubo que suspenderlos”, explicó el religioso.
En su opinión, debe haber una reforma migratoria integral tripartita entre Estados Unidos, México y Centroamérica para que pueda haber un tráfico legal de personas entre los países.
En el desempeño de su trabajo, el padre Solalinde sufre constantes amenazas, arriesga su vida por sus dos amores, Jesucristo y los seres humanos.
“Tengo miedo como todo ser humano pero no es miedo a la muerte, sino a no cumplir con la misión que me ha encomendado alguien que dio la vida por mí”, aseguró.
A pesar de las amenazas e inconvenientes de su trabajo, el religioso lo tiene claro: no va a dar un paso atrás, seguirá defendiendo hasta el fin de sus días los derechos de esa gente cuyo único delito cometido es buscar un futuro mejor. VN