Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ
Arzobispo de Los Ángeles
3 de junio de 2016
Nota del editor: Esta semana el Arzobispo Gomez continúa con sus reflexiones acerca de los deberes y las exigencias de la doctrina social católica. Esta columna es una adaptación de su reciente prólogo a la 4ª edición de “Católicos en las plazas públicas”, por el Obispo Thomas J. Olmsted de Phoenix.
En algunos círculos de la Iglesia actual, estamos viendo un retorno a la visión de la “túnica sin costuras” también conocida como “una ética de vida consistente”.
Quienes defienden esta postura tienen una recta intención: quieren aplicar la sabiduría moral y la pasión de la Iglesia por la justicia a una amplia gama de asuntos urgentes. Reconocen que el testimonio social de la Iglesia debe basarse en nuestra común responsabilidad por defender el don de la vida humana en cada etapa y en toda condición.
Sin embargo, en la práctica, esta línea de pensamiento puede conducir a una especie de relativismo moral que considera varios problemas sociales graves como más o menos equivalentes. El establecimiento de prioridades y marcos de referencia para la toma de decisiones puede convertirse en un ejercicio arbitrario y a veces en un ejercicio partidista dentro de los cálculos políticos.
Un fuerte deseo por promover el desarrollo integral de la persona humana desemboca en asuntos obvios y cruciales para la agenda política: el aborto, la eutanasia, la pena de muerte, la pobreza global, con los consiguientes problemas de los migrantes y refugiados, y el cambio climático. Cada una de estas realidades de nuestro mundo representa una afrenta a la dignidad humana y se vuelve una amenaza para la sustentabilidad del orden social.
Pero la cruda realidad es que no todas las injusticias del mundo son “iguales”. Quizá podemos percibir mejor esto en lo que concierne a los problemas del pasado, que en lo relativo a los problemas del presente. Por ejemplo, nunca nos sentiríamos inclinados a describir la esclavitud como sólo uno más entre la gran diversidad de problemas de la vida estadounidense de los siglos XVIII y XIX.
De hecho, existen males “menores”. Pero eso significa que también hay males “mayores”, es decir, males que son más graves que otros e incluso algunos males que son tan graves que los cristianos están llamados a abordar, antes que todo, como un deber primario.
Entre los males e injusticias de la vida estadounidense en 2016, el aborto y la eutanasia son diferentes y destacan por sobre todo lo demás. Cada uno es un ataque directo y personal a la vida humana inocente y vulnerable. El aborto y la eutanasia fungen en nuestra sociedad como lo que el Catecismo de la Iglesia Católica llama “estructuras de pecado” o “pecados sociales”.
El aborto se ha convertido en una parte más de la atención general de la salud y en una de las “libertades” que los estadounidenses dan como un hecho. La eutanasia o el suicidio asistido por un médico están adquiriendo muy rápido ese mismo estatus.
Las élites de nuestra sociedad nos dicen que el aborto y la eutanasia son asuntos privados, que son cosas profundamente personales que en última instancia sólo deben afectar a los individuos involucrados en ellas.
Pero los males e injusticias cometidas a puerta cerrada siguen siendo malos e injustos, y nunca son algo meramente personal puesto que tienen consecuencias e implicaciones para nuestra vida en común.
Como lo dijo el Papa Francisco: “No es lícito eliminar una vida humana para resolver un problema. … [Es] un pecado contra el Dios Creador: piensen seriamente acerca de esto”.
Este es el gran desafío para el testimonio social de la Iglesia dentro de nuestra sociedad, la cual trata de abordar muchos de sus problemas a través de la eliminación de la vida humana, y no sólo a través del aborto y del suicidio asistido, sino también en las áreas de la pena de muerte, de la investigación con embriones humanos y del decreto mandatorio por parte del gobierno con respecto a la anticoncepción.
Esta mentalidad más difundida es lo que Francisco y los Papas anteriores han designado como la “cultura de la muerte”, que la Iglesia debe afrontar. A esto se debe que el aborto y la eutanasia no sean sólo dos temas más entre muchos otros ni tampoco meramente asuntos relativos a la conciencia individual.
El aborto y la eutanasia plantean cuestiones fundamentales de los derechos humanos y la justicia social; plantean la cuestión de qué tipo de sociedad y qué tipo de personas queremos ser. ¿Queremos realmente llegar a ser un pueblo que responda al sufrimiento humano ayudando a matar al que sufre? ¿Queremos realmente ser una sociedad en la que la vida de los débiles sea sacrificada para comodidad y beneficio de los que son más fuertes?
Por eso, cualquier enfoque que tolere esencialmente el aborto y la eutanasia o que ponga estas cuestiones a la par de otras, no sólo traiciona la hermosa visión de la enseñanza social de la Iglesia, sino que también debilita la credibilidad del testimonio de la Iglesia en nuestra sociedad.
Por lo tanto, en esta cultura, la Iglesia debe insistir en que el aborto y la eutanasia son males graves e intrínsecos, males que son corrosivos y corruptores, males que se encuentran en el corazón de otras injusticias sociales.
El aborto y la eutanasia son temas sociales “fundamentales” ya que si el niño en el seno materno no tiene derecho a nacer, si los enfermos y los ancianos no tienen derecho a ser atendidos, entonces no existe una base sólida para defender los derechos humanos de nadie, ni tampoco hay una base para la paz y la justicia dentro de la sociedad.
¿Cómo podemos pretender hablar a favor de los marginados y desprotegidos, si estamos permitiendo que millones de niños inocentes sean asesinados cada año en el seno de sus madres? Si no podemos justificar el cuidado de las más débiles e inocentes de las criaturas de Dios, ¿cómo podemos pedirle a nuestra sociedad que se oponga a los excesos del nacionalismo y del militarismo, o cómo podemos pedirle que luche contra la pobreza mundial o que proteja nuestro hogar común dentro de la creación?
Así que esta semana, continuemos orando los unos por los otros y oremos también por nuestro país.
Y pidámosle a Nuestra Santísima Madre María que nos ayude a vivir nuestra fe y a construir una sociedad en la que toda vida sea acogida, apreciada y defendida, especialmente las vidas de quienes más necesitan de nuestro cuidado y atención, esas vidas que pueden ser una carga para los demás.VN
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