¿QUEDARSE Y AGUANTAR LA VIOLENCIA O LARGARSE AL NORTE?

¿QUEDARSE Y AGUANTAR LA VIOLENCIA O LARGARSE AL NORTE?

Ése es actualmente el dilema de los jóvenes salvadoreños convertidos en las principales víctimas y victimarios de crímenes

(Imagen: Jovencitos salvadoreños deportados arriban diariamente al aeropuerto Oscar Arnulfo Romero. Para muchos el sueño de mejorar sus vidas se convierte en pesadilla al volver a enfrentar la violencia y falta de oportunidades en su propia patria. Foto: EFE.)

POR RÓGER LINDO

SAN SALVADOR.– Recientemente, la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador difundió un listado con las fotos y los nombres de los 100 delincuentes más buscados en el país. Abundan ahí rostros jóvenes.

También en estos días las autoridades han hecho desfilar frente a la prensa a un puñado de sospechosos de asesinar con saña a un grupo de 11 trabajadores. La matanza ocurrió hace poco más de un mes en la población de San Juan Opico. Los acusados son todos jóvenes, supuestos curtidos sicarios de menos de 30 años de edad.

Rostros juveniles abundan también en los centros penales, y son la mayoría de las víctimas de la violencia.

“Entre los años 2005 y 2013, conforme al Instituto de Medicina Legal (IML), se registraron cerca de 6,300 homicidios de menores de edad, y 89% se concentraron en las edades de 15 a 19 años y 87% en varones”, destaca el reporte “Ocultos a plena luz”, una publicación de la UNICEF, que también pone de relieve que la tasa más alta de homicidios en menores de 19 años en el mundo se sitúa en El Salvador.

Más de 48% de las víctimas de homicidios en 2015 fueron hombres entre los 15 y los 29 años.

Jóvenes, demasiado jóvenes son también el grueso de deportados que arriban diariamente al aeropuerto internacional Oscar Arnulfo Romero; alrededor de 200 al día, entre ellos buena cantidad de chicas. Descienden del avión exhaustos, abrumados, desconfiados, pensando quizá cómo se las van a arreglar para emprender de nuevo el viaje al Norte, al mundo del dólar y la reinvención. Porque aquí nada bueno esperan.

Paradójicamente, las escuelas figuran entre los lugares más inseguros para un joven en El Salvador, ya que son parte de los “territorios” donde las pandillas ejercen su poder. Este se encuentra tan extendido que el Estado es incapaz de disputarlo o neutralizarlo. Los planteles sirven a las maras como centros de reclutamiento, de manera que ahí tienen garantizada regeneración perpetua.

Las maras son una enfermedad que se incuba en condiciones de pobreza y desigualdad extrema como las que existen en la mayor parte de Centroamérica. Empezaron como bandas juveniles, pero hoy son organizaciones criminales que extorsionan y matan. Sus víctimas son casi invariablemente gente trabajadora, pequeños comerciantes, los pobres, y los jóvenes.

Al principio el Estado no les prestaba mucha atención. Empezaron con núcleos de muchachos deportados, que venían de hogares quebrados y acarreaban la subcultura de la violencia callejera angelina de las pandillas. Depredaban en comunidades pobres y eso importaba poco a las cúpulas. Ahora son el terror de la posguerra y no paran de crecer.

“La juventud salvadoreña está pagando un alto precio como consecuencia de vivir en un espacio engullido por la violencia”, advierte un informe del Programa de Naciones Unidades para el Desarrollo (PNUD-El Salvador) dado a conocer en diciembre pasado.

El Salvador es un país de una desigualdad espantosa. Las buenas oportunidades están contadas. La exclusión económica de una gran porción de la población se advierte en las comunidades (antes conocidos como tugurios) que crecen en las quebradas de la capital salvadoreña. Ahí nacen todos los días niños que no tendrán una buena educación y menos acceso a esas contadas oportunidades. Si acaso, tendrán las de convertirse en criminales.

Los jóvenes que no quieren pasar por eso sólo verán una opción: huir del país, enrumbar a los Estados Unidos.

Pero las cosas no andan bien ahí para los que buscan nuevos rumbos.

Hace algunos años, los tribunales de Migración de los Estados Unidos advirtieron un nuevo fenómeno: chicos centroamericanos indocumentados que pedían asilo argumentando que en sus lugares de origen corrían peligros por el asedio y atrocidades de las pandillas. Y hace casi exactamente dos años, las noticias dieron cuenta de torrentes de niños centroamericanos que se agolpaban en el Río Bravo con la esperanza de obtener asilo.

Pero casi nunca las autoridades estadounidenses están dispuestas a conceder ese estatus, y las pruebas que se deben someter al juez son invariablemente abrumadoras. Más bien, la política de las últimas administraciones, empezando con la de Bill Clinton, que inauguró la Operación Guardián al inicio de su primer mandato, fue reprimir por todos los medios el arribo de los sin papeles, y a los que van llegando, deportarlos. Luego vinieron los ataques terroristas del 11 de septiembre y las políticas de contención hacia los que vienen de afuera se volvieron más recalcitrantes. Ha seguido el ejemplo la actual administración de Barack Obama con deportaciones masivas, y las cosas podrían ponerse peor.

Los inmigrantes se vuelven filón político con la entrada del multimillonario Donald Trump a la lid presidencial. Empezó su campaña atacando a los ciudadanos de origen mexicano y por extensión a todos los inmigrantes. Promete que no habrá espacios para ellos, solo mano dura.

Por otro lado, ni El Salvador ni Centroamérica o sus jóvenes pueden apostarlo todo a la migración -como tácitamente aceptaba el Estado en décadas pasadas-, no obstante sus grandes réditos para los Estados y las familias que reciben remesas. Las centroamericanas son naciones jóvenes, no entidades que viven el ocaso de sus días. Pero hay que dirigir las energías hacia donde convenga para aprovechar tanto potencial desperdiciado. Surgen aquí y allá planes e ideas innovadoras que provienen de la sociedad civil, como un proyecto de cooperativas de vivienda en las comunidades pobres del Centro Histórico de San Salvador en las que está involucrado el Gobierno, oenegés locales y la cooperación italiana, que valdría la pena explorar como modelo para abordar los problemas de la pobreza y la exclusión. Bajo las líneas de este proyecto, los miembros de una comunidad, gente mayor y jóvenes, aprenden a trabajar y construir cooperativamente, y sobre todo, a creer en sí mismos y en su capacidad de resolver sus propios problemas.

Pero es además fundamental que los líderes e instituciones y sociedades de la región vean la necesidad de actuar en conjunto a partir de una visión compartida de los retos y las trampas que encaran los jóvenes, poniendo el énfasis en invertir en educación, tecnología, cultura. Habría que declarar una especie de estado de emergencia regional y forjar una gran concertación -con los mismos jóvenes- para crear un plan de acción. Más que de recursos económicos se trata de tener visión, imaginación e interés en el futuro. VN

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