UN ESPÍRITU NUEVO DE COMPASIÓN Y COOPERACIÓN

UN ESPÍRITU NUEVO DE COMPASIÓN Y COOPERACIÓN

Por ARZOBISPO JOSÉ H. GOMEZ

Monseñor José H. Gomez celebró la Misa Roja en Washington D.C el pasado primero de octubre. La misma se celebra antes del comienzo de cada nuevo período de la Corte Suprema de Estados Unidos para los magistrados de los Tribunales Superiores, en la profesión jurídica.

El siguiente es el texto de la Homilía del Arzobispo Gómez:

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Me siento muy honrado de estar con ustedes esta mañana. Les traigo saludos de la familia de Dios en Ciudad de los Ángeles.

La Iglesia de Los Ángeles es la comunidad católica más numerosa del país. Somos una Iglesia global, inmigrante, conformada por personas procedentes de todas partes del mundo. Tenemos alrededor de 5 millones de católicos y todos los días oramos, celebramos el culto divino y prestamos nuestros servicios en más de 40 idiomas diferentes.

Los misioneros franciscanos que fundaron Los Ángeles le dieron a nuestra ciudad el nombre de la Madre de Dios, de la Reina de los Ángeles.

Uno de esos misioneros fue San Junípero Serra, nuestro Santo estadounidense más reciente. Él emigró de España y llegó a este país después de vivir más de una década en México.

En su época, en el Gobierno colonial de California hubo muchos que negaron la plena humanidad de los pueblos indígenas que vivían en esta tierra. San Junípero se convirtió en su defensor. Escribió incluso una “Declaración de derechos” para protegerlos. Y, por cierto, escribió esa declaración tres años antes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
La mayoría de los estadounidenses no conocen esta historia. Pero el Papa Francisco sí.

Por eso, cuando el Santo Padre vino a este país en 2015, su primer acto fue celebrar una Misa solemne en la que canonizó a San Junípero. Él tuvo esa Misa, no en Los Ángeles, sino justo aquí, en la capital de la nación.

El Papa Francisco estaba destacando un punto. Él piensa que deberíamos honrar a San Junípero como “uno de los padres fundadores de Estados Unidos”.

Estoy de acuerdo con él. También creo que deberíamos hacerlo. Porque recordar a San Junípero y a los primeros misioneros cambia la manera en la que recordamos nuestra historia nacional. Nos recuerda que los primeros comienzos de Estados Unidos no fueron políticos. Los primeros comienzos de este país fueron espirituales.

Los misioneros llegaron aquí primero, mucho antes que los Peregrinos, mucho antes que George Washington y Thomas Jefferson. Mucho antes de que este país tuviera incluso un nombre.

Estos misioneros junto con los colonos y los estadistas que vinieron después, sentaron las bases espirituales e intelectuales de una nación que sigue siendo única en la historia de la humanidad. Una nación concebida bajo Dios y comprometida en promover la dignidad humana, la libertad y el florecimiento de una diversidad de pueblos, razas, ideas y creencias.

Por eso, esta Misa Roja nacional es tan importante cada año. Hay un tiempo para la política y un tiempo para la oración. Y éste es un día para la oración.

Reconocemos hoy, como lo hicieron los fundadores de Estados Unidos, que ésta sigue siendo todavía una nación bajo Dios; que sus leyes todavía gobiernan el mundo en el que vivimos; y que seguimos adelante todavía “con una firme confianza en la protección de la Divina Providencia”.

Hoy le pedimos al Espíritu Santo que abra nuestros corazones y que nos ayude a ver nuestros deberes a la luz de la Palabra de Dios, a la luz de sus planes para la creación.

La primera lectura que escuchamos esta mañana, la historia de ese primer Pentecostés, revela el hermoso sueño del Creador para la raza humana.

Como oímos, en Jerusalén había hombres y mujeres de “todas las naciones bajo el cielo”. Y el Espíritu de Dios les habló a todos en sus propias “lenguas nativas”.

¡A los ojos de Dios, no hay extranjeros, no hay extraños! Todos somos familia. Cuando Dios nos mira, Él ve más allá del color de nuestra piel, o de los países de donde provenimos o del idioma que hablamos. Dios ve solamente a sus hijos e hijas hechos a su imagen.

Hermanos y hermanas míos, la verdad es ésta: Antes de que Dios hiciera el Sol y la Luna, antes de que colocara la primera estrella en el cielo o de que empezara a llenar los océanos con agua, antes de la fundación del mundo, Dios ya sabía el nombre de ustedes y el mío. Y tenía un plan de amor para nuestras vidas.

¡Cada vida es sagrada y cada vida tiene un propósito en la creación de Dios! Cada uno de nosotros nace para cosas grandes. Ésta no es sólo una idea que resuena como algo bello. ¡Esto es lo que Jesucristo vino a enseñarnos! Y todavía estamos tratando de aprenderlo.

Las personas que escribieron las leyes de este país y que le dieron forma a nuestras instituciones, entendieron esta enseñanza. La entendieron tan bien que hablaron de que estas verdades son “evidentes por sí mismas”.

Los fundadores de Estados Unidos creyeron que la única justificación del gobierno es servir a la persona humana, que es creada a la imagen de Dios; que está dotada de dignidad, derechos y responsabilidades dados por Dios; y que es llamada por Dios a un destino trascendente.

Mis queridos hermanos y hermanas, ustedes comparten la responsabilidad de este gran gobierno. El servicio público es una noble vocación. Se necesita honestidad y valor para desempeñarla. Se requiere de prudencia y humildad. Y son necesarios también la oración y el sacrificio.

Comprometámonos con unos Estados Unidos que cuiden a los jóvenes y ancianos, a los pobres y enfermos; con un país en el que los hambrientos encuentren el pan y los que carecen de hogar, un lugar para vivir; un país que acoja a los inmigrantes y refugiados y que le ofrezca una segunda oportunidad a los encarcelados.

Por supuesto, siempre podemos hablar de las maneras en las que nuestra nación no ha logrado cumplir con su visión fundacional. Desde el principio, los estadounidenses se han enzarzado en apasionadas discusiones sobre estas cosas, y estas conversaciones son algo vital para nuestra democracia.

Desde los pecados originales de la esclavitud y el cruel maltrato de los pueblos nativos, hasta nuestras luchas actuales con el racismo y nativismo, el sueño americano sigue siendo una obra en progreso.

Hemos recorrido un largo camino. Pero no hemos llegado lo suficientemente lejos. Eso no debería rendirnos al cinismo o desesperación. A pesar de todas nuestras debilidades y fracasos, Estados Unidos sigue siendo un faro de esperanza para los pueblos de todas las naciones, que buscan refugio en este país, para la libertad y la igualdad bajo Dios.

A lo largo de nuestra historia, siempre ha habido hombres y mujeres de fe que han encabezado movimientos por la justicia y el cambio social.

Estoy pensando en los esfuerzos por abolir la esclavitud y darles a las mujeres el derecho a votar. Estoy pensando en el movimiento por los derechos civiles, en el movimiento campesino, en el movimiento por la paz y a favor del derecho a la vida. Fue un libro de un trabajador católico el que ayudó a promover la “guerra contra la pobreza” en los años sesenta.

Este es el motivo por el cual la libertad religiosa es tan esencial para definir lo que somos como estadounidenses. Nunca deberíamos silenciar las voces de los creyentes. Ellos nos conectan con la visión de nuestros fundadores. Ahora, más que nunca, necesitamos su espíritu de pacificación y búsqueda de soluciones no violentas.

En el pasaje evangélico que escuchamos esta mañana, Jesús viene a sus discípulos, les muestra sus heridas, y luego “sopla” sobre ellos.

Lo que estamos observando en esta escena es una nueva creación.

En este pasaje que escuchamos esta mañana, Jesús viene a crear una nueva humanidad, un nuevo pueblo, formado a imagen de su perdón y vivificado por el poder de su Espíritu.

Esta escena es rica en significado. Cuando Jesús sopla sobre sus discípulos y dice: “Reciban al Espíritu Santo. Aquellos a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y aquellos a quienes se los retengan, les quedarán retenidos”, le está efectivamente dando a su Iglesia el poder de perdonar los pecados en su nombre.

Pero más que eso, Él nos está dando a cada uno de nosotros el poder de perdonar a quienes nos ofenden.

Y ese poder de perdonar es el mayor poder que los hombres y las mujeres poseen en esta Tierra. ¡Si tan sólo pudiéramos entender eso! Porque cuando perdonamos, estamos imitando a Jesucristo.

El poder de conceder perdón y mostrar misericordia es la imagen de Dios. Perdonar es, de muchas maneras, lo que nos hace plenamente humanos.

Mis queridos hermanos y hermanas, permítanme concluir sugiriendo que el perdón es parte de la revolución inacabada de la sociedad estadounidense.

Perdonar no significa olvidar lo que ha sucedido o excusar lo que está mal; no significa ignorar lo que nos divide.

El verdadero perdón nos libera de los ciclos de resistencia y venganza; nos libera para buscar la reconciliación y sanación.

Y esto es lo que necesitamos en Estados Unidos hoy: un nuevo espíritu de compasión y cooperación, un nuevo sentido de nuestra humanidad común.

Necesitamos tratar a los “otros” como nuestros hermanos y hermanas. Incluso a aquellos que se oponen a nosotros o que no están de acuerdo con nosotros. La misericordia y el amor que deseamos son la misericordia y el amor que hemos de mostrarle a nuestros prójimos.

¡Que Dios los bendiga a todos por su servicio a este gran país! ¡Y que Dios bendiga a Estados Unidos!

Y que nuestra Santísima Madre María nos ayude a renovar la promesa de Estados Unidos. A comprometernos nuevamente con las verdades que nuestros fundadores nos confiaron. VN

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