EL DESCUBRIMIENTO ESPIRITUAL DEL NUEVO MUNDO

La misión de Junípero Serra, los cimientos religiosos y el futuro de Estados Unidos

Por Monseñor JOSÉ H. GOMEZ

Arzobispo de Los Ángeles

8 de mayo de 2015.- (El siguiente discurso fue pronunciado por el Arzobispo Gomez en el “Día de Reflexión sobre Fray Junípero Serra: Apóstol de California y testigo de santidad”, organizado por la Pontificia Comisión para América Latina y por la Arquidiócesis de Los Ángeles en el Pontificio Colegio Norteamericano, el 2 de mayo de 2015)

El Beato Junípero Serra es una de las grandes figuras en la historia de la misión ad gentes —“a las naciones”— de la Iglesia.

Cuando sea declarado santo a finales de este año, el padre Serra será el último de una larga línea de “santos misioneros” del continente americano, que el Papa Francisco ha elevado a los altares durante su pontificado.

Es evidente que el Papa Francisco —el primer Papa del Nuevo Mundo— entiende las “raíces” cristianas del continente americano, así como también la importancia que éste tiene para la misión de la Iglesia en el siglo 21.

Para aquellos de nosotros que estamos en Estados Unidos, la canonización tiene un rico simbolismo y significado espiritual. Y esto es todavía más fuerte y personal para los que somos hispanos y mexicanos.

Como bien sabemos, la inmigración hispana —y especialmente la inmigración procedente de México— está cambiando el rostro de la Iglesia y de la sociedad en general en los Estados Unidos.

Entonces, es muy significativo que el Beato Junípero sea el primer santo hispano de Estados Unidos. Él también puede ser considerado, en cierto modo, como un inmigrante mexicano, puesto que vivió y trabajó por más de una docena de años en México, antes de venir a California.

Él será el primer santo de Estados Unidos que será canonizado en tierra estadounidense. Y, por supuesto, será canonizado por el primer Papa hispano, el primero cuyo idioma materno es el español, y un Papa que es, él mismo, hijo de inmigrantes.

El rico simbolismo de su canonización coincide con un momento de profunda incertidumbre y cambio social en los Estados Unidos.

Actualmente, como sabemos, la sociedad estadounidense está atrapada en medio de un divisivo debate político y cultural sobre la inmigración y el futuro de su identidad histórica como una nación multicultural de inmigrantes.

Esta canonización llega también en un momento en el que la sociedad y la cultura estadounidenses están siendo agresivamente secularizadas y “descristianizadas”. Este proceso —llevado a cabo por las élites culturales y de gobierno— plantea serias preguntas acerca de la identidad nacional de Estados Unidos y de su compromiso histórico con la libertad de conciencia, con la libertad religiosa y con una sociedad civil que respete los derechos de los creyentes y de las instituciones religiosas, para ayudar a moldear el bien común.

En el contexto de estos profundos cambios y desafíos de la vida estadounidense, la canonización del Padre Serra es providencial. Creo que es una respuesta profética a los signos de los tiempos.

La canonización del Padre Serra en la capital del país traerá gracias y bendiciones. Pero también debe transmitir un mensaje.

Su canonización debe hacer resonar un llamado a los Estados Unidos a regresar a sus profundas raíces religiosas e interculturales, como una nación nacida de la misión universal de la Iglesia Católica y del encuentro de las primeras naciones, culturas y pueblos de estas tierras con el Evangelio

Su canonización también debe inflamar a la Iglesia con un nuevo celo por continuar su misión en nuestro tiempo: la misión continental de la nueva evangelización, que busca crear un nuevo mundo de fe y construir una nueva ciudad, basada en la verdad y el amor, en la misericordia y en la justicia.

Hacia un nuevo discurso

 Pero para que su canonización dé frutos espirituales en Estados Unidos, creo que tenemos que empezar una nueva conversación sobre el padre Serra y la era misionera.

Como sabemos, el anuncio del Papa abrió viejas heridas y revivió recuerdos amargos sobre el tratamiento a los nativos estadounidenses durante el período colonial y misionero de la historia de Estados Unidos.

A mi juicio, la reacción crítica destaca qué tan distorsionado ha sido el legado del Padre Serra en los últimos años. A veces parece que los académicos y activistas han hecho del Padre Serra un símbolo de todo lo que creen que estuvo equivocado en la época de las misiones.

Desafortunadamente, muchos de los argumentos que circulan por ahí se basan en viejos estereotipos que se remontan a la propaganda anti-española y anti-católica de la “leyenda negra”. Incluso en los mejores escritos académicos, podemos detectar un fuerte prejuicio contra las creencias católicas y un profundo escepticismo acerca del proyecto misionero de la Iglesia.

Todo esto nos impide hacer una evaluación honesta del Padre Serra y de los comienzos religiosos de Estados Unidos.

Por lo tanto necesitamos un nuevo discurso sobre el tema. Como una manera de comenzar esa nueva conversación, quiero ofrecer esta mañana algunas reflexiones pastorales sobre la vida y el ministerio del Padre Serra.

En estas reflexiones, creo que vamos a empezar a ver una imagen del Padre Serra diferente de la que frecuentemente se presenta. También creo que reflexionar sobre su misión nos puede ayudar a entender lo que Estados Unidos estaba destinado a ser “en el principio”, y, lo que Estados Unidos todavía podría llegar a ser en el futuro. Y, por último, espero que estas reflexiones nos lleven a nosotros, que somos parte de la Iglesia, a una mejor apreciación de la misión de la Iglesia en los años venideros.

El ‘Proyecto Espiritual’ de Estados Unidos

 Quiero empezar ubicando al Padre Serra en su contexto histórico.

En nuestra era “post-cristiana” secular, es tal vez una verdad incómoda recordar que, desde el principio, Estados Unidos fue un proyecto espiritual.

Pero tenemos que recordar que en el principio, la idea que se tenía sobre Estados Unidos ¡era una idea rica en expectativas utópicas! Colón dijo que el Espíritu Santo guió sus viajes, haciendo de él un “mensajero de los nuevos cielos y de la nueva tierra”. Y Shakespeare llamó a esto “el admirable mundo nuevo”.

Para la Iglesia, estas tierras —desde la parte superior de lo que hoy es Canadá hasta la punta de lo que hoy es Argentina— fueron el Mundus Novus. El “Nuevo Mundo” que Jesucristo había prometido para el fin de los tiempos.

El Padre Serra nació en esta época de entusiasmo y expectativas misioneros, a principios del siglo XVIII.

Mallorca, el lugar de su nacimiento, era un importante centro misionero franciscano. Las historias de las misiones franciscanas y de los misioneros del Nuevo Mundo como San Francisco Solano y el Venerable Antonio Margil eran el “relleno” de los libros populares y de la predicación.

Ramón Llull, un terciario de la orden franciscana, había creado una universidad misionera que enviaba misioneros a Tierra Santa, a África, a las Islas Canarias y a otros lugares.

Llull destacaba el respeto por la dignidad humana y por la libertad de conciencia, e insistía en que las conversiones no debían basarse en la coerción, sino en la oración, la persuasión y la “inculturación” del mensaje del Evangelio al lenguaje y las costumbres de los pueblos.

Todas estas ideas llegarían más tarde a definir la manera de pensar y la práctica misionera del Padre Serra.

Y, como muchos sacerdotes jóvenes de su generación, la misión del Padre Serra fue inspirada y conformada por la experiencia y los escritos de la hermana franciscana María de Ágreda.

A pesar de que nunca había salido de su pequeño pueblo de España, Sor María afirmó que en la década de 1620 había sido transportada en espíritu más de 500 veces para ir a evangelizar a los pueblos nativos de Nuevo México, Arizona y el oeste de Texas.

Sus “bilocaciones” fueron ampliamente documentadas. El testimonio de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo y las investigaciones realizadas por las autoridades de la Iglesia sólo aumentaron el sentido de misterio que rodeaba a esta misionera mística, a quien los nativos llamaban la “dama de azul”.

Finalmente, las autoridades de la Iglesia le pidieron a Sor María que escribiera una carta abierta para alentar a los misioneros y para entusiasmar a más sacerdotes para participar en las misiones.

Su carta tuvo tal influencia en el Padre Serra, que su compañero de misiones, el Padre Palou, la incluyó como apéndice a la biografía de Serra que escribió.

Sor María consideraba que la forma más elevada de discipulado era la misionera. El misionero, decía ella, sigue la “vocación del Apóstol” que “imita al Maestro”.

En los escritos del Padre Serra lo vemos volver una y otra vez sobre este noble ideal del misionero.

Cuando emprendió su viaje misionero al Nuevo Mundo en 1749, a la edad de 35 años, llevó consigo sólo dos libros: la Biblia y “La Mística Ciudad de Dios”, de Sor María.

Dejando atrás su vida cómoda como teólogo y predicador, les dijo a sus padres en su carta de despedida: “La dignidad del Predicador Apostólico… es la vocación más elevada”.

Queridos amigos, ésta es la única manera de entender verdaderamente al padre Serra. Y es la única manera de realmente entender a los primeros misioneros del continente americano.

El Padre Serra creía —con todo su corazón— que el Evangelio era verdad. Y por amor, él estaba dispuesto a renunciar a todo —familia, hogar, seguridad, fortuna, hasta a su propia vida— para llevar esta verdad de salvación a las personas que vivían al otro lado del mundo; a gente que él no conocía, y que no compartía su idioma o sus costumbres.

Al escribir acerca de sus compañeros de misión, el padre Serra dijo: “Nuestro objetivo era intentar, cada uno desde su lugar, ganar una multitud de almas para su Santísima Majestad”.

Su propio deseo, decía, era “despertar al mundo para que éste emprendiera la conquista espiritual de este Nuevo Mundo, para ofrecerle a Dios, antes de mucho tiempo, miles de almas”.

Un misionero con el amor de un padre

 El Padre Serra llegó a este Nuevo Mundo con un amor ardiente por esta tierra y por sus pueblos.

Él parecía saber que era un peregrino y un extranjero en estas tierras, un misionero migrante. En una de sus primeras cartas, él hace notar que no es el primero en transitar por estas tierras, pero sí el primer cristiano.

En una ocasión, él se encontró con una tumba nativa, y se dio cuenta de que los huesos habían sido desenterrados y dispersados, probablemente por los animales salvajes. El padre Serra pacientemente recogió los huesos y les dio un entierro solemne y respetuoso. Al terminar de narrar esto en su diario, él escribió: “¡Que su alma descanse en el cielo!”

Todos sus escritos reflejan un genuino respeto por los pueblos indígenas y sus costumbres. Se dice a veces que el Padre Serra era “un hombre de su tiempo”. Pero a decir verdad, realmente no lo era. Él estaba muy adelantado para su tiempo.

Es sorprendente que en todas las historias que tenemos de sus viajes misioneros, en las decenas de miles de palabras que escribió en cartas y diarios, difícilmente nos encontramos con un atisbo de pensamiento racista o de sentimiento de superioridad cultural.

El Padre Serra rara vez usaba los términos comunes utilizados por las autoridades coloniales y por la sociedad de su tiempo, palabras tales como “bárbaros” o “salvajes”. En lugar de ello, se refería a los pueblos nativos como “gentiles” – utilizando el término bíblico de uso común para aquellos que no conocen todavía al Dios vivo.

En sus cartas, escribe acerca de la “gentileza y disposiciones pacíficas” de ellos, y registra sus actos de bondad y generosidad hacia él. Inclusive, hace notar la belleza de sus voces al cantar.

Él amaba a su pueblo con un amor de padre. El Padre Serra escribió una vez: “Ellos son nuestros hijos, porque nadie más que nosotros los ha engendrado en Cristo. Y así, velamos por ellos, como un padre vela por sus hijos”.

Protector y defensor de los indígenas

 El Padre Serra era un hombre realista. Él no idealizaba o veía con romanticismo al pueblo que vino a servir. A pesar de sus muchas palabras acerca de la gentileza y amabilidad de los pueblos nativos, sus escritos documentan también muchos encuentros amenazantes que tuvo con ellos.

Ciertamente, él sobrevivió a un ataque en el cual su asistente recibió una flecha que le atravesó la cabeza y murió en brazos del Padre Serra, mientras éste le administraba los últimos sacramentos de la Iglesia.

Más tarde, al escribir sobre eso, el padre Serra dijo:

“Estuve bastante tiempo con él allí, ya muerto, y mi pequeño apartamento era un charco de sangre. Aun así, el intercambio de disparos —balas y flechas— continuó. Sólo había cuatro de nuestro lado contra más de 20 del lado de ellos. Y allí estaba yo, con el hombre muerto, pensando que lo más probable era que pronto tuviera que seguirlo, pero al mismo tiempo orando a Dios para que la victoria fuera para nuestra fe católica sin perder una sola alma”.

Amigos míos, ¡esto es típico de Junípero Serra! ¡Este tipo de hombre, esa clase de cristiano!

Rodeado por la violencia y el derramamiento de sangre, mirando su propia muerte cara a cara, su única preocupación era por las almas de las personas que estaban tratando de matarlo, por el pueblo nativo por el cual había venido al Nuevo Mundo a evangelizar.

Vemos el mismo amor, la misma tierna misericordia y celo por las almas, en la famosa historia de la quema de la Misión de San Diego en 1775.

Durante el ataque, los guerreros mataron a varias personas. Humillaron, torturaron y ejecutaron al amigo del padre Serra, un compañero sacerdote misionero, el Padre Luis Jayme, constituyéndolo así en el primer mártir de California.

Sin embargo, el padre Serra abogó ante las autoridades coloniales para que fueran misericordiosas con los asesinos. Una vez más, el motivo de esto era la salvación de las almas. Él decía: “Dejen vivir al asesino, para que pueda ser salvado, lo cual es el propósito de nuestra venida aquí y la razón para perdonarlo”.

El padre Serra parecía entender la ira que provocaba la violencia de los nativos y su resistencia a las misiones.

El padre Serra hablaba diariamente contra las crueldades de los soldados y de los administradores. Se quejaba amargamente de que se trataba de hombres “sin ningún temor de Dios en sus corazones”. Él condenaba la violación sistemática de las mujeres indígenas y luchaba por la destitución de los oficiales militares que no hacían nada por detener este problema.

Un misionero ‘obrero’

 Amigos míos, en mis propios estudios y reflexiones, he llegado a la conclusión de que el padre Serra debe ser recordado como uno de los grandes pioneros de los derechos humanos del continente americano. En mi opinión, sus escritos y su ejemplo deben estudiarse justo con los de los grandes frailes dominicos, Bartolomé de Las Casas y Antonio de Montesinos.

Pero normalmente no se habla del padre Serra al hablar de ellos. Y creo que sé el porqué.

El Padre Serra nunca pronunció sermones encendidos como lo hacía de Montesinos. Nunca participó en debates teológicos y morales en las cortes reales, como lo hacía de las Casas.

Una manera de pensar en él es como una especie de misionero “obrero”, un hombre que trataba de hacer cosas. Su escritura y su pensamiento son prácticos, administrativos. Era un solucionador de problemas, no un profeta o filósofo de los derechos humanos.

Pero en el núcleo de todo lo que el padre Serra trataba de llevar a cabo diariamente estaba su convicción de que los pueblos indígenas del Nuevo Mundo eran hijos de Dios, creados a su imagen y dotados de derechos dados por Dios que debían ser promovidos y protegidos.

En esto vemos, una vez más, que el padre Serra estaba lejos de ser un “hombre de su tiempo”. Porque aunque los Papas ya habían condenado hacía mucho la esclavitud y la trata de esclavos, el mundo de “su tiempo” todavía consideraba a los pueblos nativos, y también a los africanos, como no totalmente humanos.

Un último punto sobre esto. En mi opinión, la famosa Representación del Padre Serra de 1773 merece ser estudiada como punto de referencia de la doctrina social católica y como un documento esencial en la historia de los derechos humanos.

Una vez más, este documento no contiene bella poesía o retórica. Es un memorando legislativo. Sin embargo, en sus 32 artículos, el Padre Serra ofrece detalladas propuestas prácticas que abarcan prácticamente todos los aspectos de gobierno y de la vida comunitaria, desde la educación a la comunicación, a la defensa militar y las relaciones exteriores; desde la agricultura y la economía, hasta pesos y medidas, y el comercio.

Y en el núcleo de la Representación hay un llamado radical a la justicia para los pueblos indígenas que vivían en las misiones. El Padre Serra exigía que los dirigentes coloniales corruptos fueran depuestos, y que a los soldados se les exigiera que cumplieran estrictas normas morales.

Y lo más radical de todo es que él insistía en que “la ley de la naturaleza” dictaba que era a la Iglesia —y no a los poderes coloniales— a quien exclusivamente se le debía confiar el cuidado y el gobierno de los indígenas, para asegurar su bienestar temporal y espiritual.

Un santo del Papa Francisco

 ¡Hay tanto más que decir! Pero permítanme sugerir algunas conclusiones.

En primer lugar, el Padre Serra histórico, del cual hemos estado hablando, es muy diferente del Padre Serra del que a menudo leemos en los periódicos e incluso en las páginas de los historiadores. De manera que, a medida que su canonización se acerca, debemos tratar de aprender más acerca de él.

En segundo lugar, en el testimonio y en los escritos del Padre Serra, nos encontramos con un hombre que fue uno de los verdaderos “fundadores” de América.

El Padre Serra nos ayuda a ver, de una manera nueva, que los misioneros fueron los verdaderos “fundadores” de Estados Unidos. En él vemos que los orígenes de Estados Unidos no estuvieron en la política, la conquista o el saqueo. Los motivos más profundos del Padre Serra y de los misioneros que fundaron América eran religiosos, espirituales y humanitarios.

En su testimonio y en sus escritos, vemos el bosquejo de una nueva visión para el futuro de Estados Unidos, en una época de globalización y de encuentro cultural. Todavía tenemos que trabajar sobre esa visión, pero creo que al padre Serra le gustaría que trabajáramos por construir un país que promoviera el encuentro de las culturas y que protegiera la santidad y la dignidad de la persona humana.

En tercer lugar, creo que el padre Serra nos muestra “un camino” para la Iglesia, y especialmente para la Iglesia en Estados Unidos.

El Padre Serra le ofrece a la Iglesia una inspiradora espiritualidad misionera, una espiritualidad que se basa en la identidad misionera de la Iglesia y en la identidad misionera de todo discípulo.

La fe que el padre Serra tuvo en la noble vocación del misionero nos ayuda a entender que todo cristiano está destinado a ser un discípulo misionero; está llamado a desempeñar un papel en lo que el Padre Serra llamaba “la conquista espiritual de este Nuevo Mundo”.

Finalmente, el padre Serra nos enseña que la misión evangelizadora de la Iglesia es una misión de misericordia. Como hemos visto, el padre Serra tuvo una gran compasión y amor por los pueblos nativos. Él fue un hombre de misericordia, no sólo en sus palabras, sino también en sus acciones.

Y esa es la misión de la Iglesia en nuestros días: proclamar el amor y la misericordia de Dios hacia cada persona y proteger a los vulnerables y a los débiles.

Como podemos ver, el testimonio del Padre Serra se ve reflejado en algunos de los temas clave del pontificado del Papa Francisco, especialmente en los temas de la misericordia y del discipulado misionero.

Por lo tanto, es apropiado que Junípero Serra sea recordado como un santo del Papa Francisco.

Permítanme concluir con algunas palabras finales de este nuevo santo del Papa Francisco. Estas palabras son, tanto un inspirador resumen del sentido de la vocación misionera del Padre Serra, como un llamado a la Iglesia de hoy a seguir su ejemplo:

“Hagamos buen uso del tiempo. Nuestros pasos deberían estar en conformidad con la vocación a la que Dios nos ha llamado; trabajemos por nuestra salvación espiritual con temor y temblor, y con ardiente amor y celo, busquemos la salvación de nuestros hermanos y vecinos. Y que toda la gloria sea para nuestro Gran Dios”. VN

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