DESPUÉS DEL FUEGO, EL SUSURRO DE UNA BRISA APACIBLE

DESPUÉS DEL FUEGO, EL SUSURRO DE UNA BRISA APACIBLE

Por Monseñor José H. Gomez

Arzobispo de Los Ángeles

15 de diciembre de 2017

Este ha sido un Adviento de tierra quemada y de comunidades enteras incendiadas hasta los cimientos, quedando miles de nuestros hermanos y hermanas convertidos en refugiados y en personas desplazadas en sus propias ciudades.

Las historias de las pérdidas son desoladoras: muchas familias y propietarios de pequeñas empresas lo han perdido todo.

Los incendios forestales siguen ardiendo mientras escribo estas palabras y parece que va a ser otra semana larga.

Toda la semana he tenido en la mente palabras de las Escrituras, tomadas de la historia del encuentro del profeta Elías con Dios en la montaña sagrada: “Pero el Señor no estaba en el fuego”.

Y ciertamente es posible sentirse así esta semana.

Surge siempre la misma pregunta: ¿Dónde está Dios cuando ocurren desastres naturales y cuando le suceden cosas malas a las personas buenas? ¿Por qué permite Él las hambrunas, los incendios, los terremotos y las inundaciones?

Ante la pérdida y el sufrimiento, las respuestas que proporciona nuestra fe cristiana no siempre son satisfactorias, incluso si son verdaderas.

Siempre debemos respetar el dolor de los demás; no tenemos idea de lo que ellos están pasando. Y tenemos que recordar que probablemente no hay mayor desafío a la fe que el tratar de seguir creyendo en el amor de Dios cuando parece que Él nos ha abandonado y ha permitido que suframos.

En estos días se habla mucho en California acerca de una “nueva normalidad”: la gente dice que la sequía y los incendios forestales son el precio que tenemos que pagar por el cambio climático y por el calentamiento global. Tampoco encuentro satisfactorias estas explicaciones.

La dura realidad es que no hay respuestas fáciles. Pero eso no significa que el Señor no esté en el fuego.

Dios está en todas partes. Jesús dijo que, en la creación de Dios, un gorrión no cae del cielo sin que Dios lo sepa y se interese por él.

En esa historia de Elías dice: “Después del fuego hubo el susurro de una brisa suave”.

Dios está hablando en todo momento, en toda circunstancia. Pero a veces habla en un susurro. Él nos pide que escuchemos, que tengamos abiertos los oídos para escuchar.

Lo que Él nos está diciendo en estas situaciones es que la vida es preciosa, pero que también es incierta y frágil. Deberíamos vivir para Dios cada día y apreciar cada minuto y no dar por asegurado a nadie ni a nada en nuestras vidas.

Es triste, pero tenemos la tendencia a querer mantener nuestra distancia con respecto a aquellos que están pasando por el dolor y el sufrimiento. A veces nos sentimos impotentes, avergonzados. No sabemos qué hacer A veces miramos para otro lado cuando vemos a alguien mendigando en la calle o frente a la iglesia.

En tiempos de desastre, estas barreras de orgullo e indiferencia se derrumban. Sentimos más claramente nuestra humanidad común, experimentamos que todos estamos juntos en lo mismo. Nos damos cuenta de cuánto nos necesitamos los unos a los otros y de cuánto necesitamos a Dios.

Es algo que hemos visto nuevamente la semana pasada, a raíz de los incendios. ¡Las historias de pérdida han sido acompañadas de tantas hermosas historias de heroísmo extraordinario y de bondad humana ordinaria!

¡El Señor está en el fuego!

Él está allí en todas estas historias que describen el compartir con otros y el sacrificio de uno mismo; está en todos aquellos que están abriendo sus hogares a extraños, en todos los que están arriesgando sus vidas para salvar a otros. El Señor está allí en la gran efusión de donaciones y en todos los voluntarios que prestan desinteresadamente sus servicios, en nuestras Caridades Católicas y en la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.

Las Escrituras nos dicen que Dios enjugará toda lágrima de los ojos. Y Jesús nos llama a ser quienes lleven a cumplimiento esta promesa.

“Ellos han de ser consolados”, ordena Jesús. Entonces, hemos de ser nosotros los que les brindemos el consuelo. Hemos de ser nosotros los que lloremos con los que lloran. Y hemos ser nosotros los que enjuguemos sus lágrimas.

Y también debemos ser nosotros los que permanezcamos a su lado y los ayudemos a reconstruir y seguir adelante con valor, con fe y con esperanza en Dios.

Oren por mí esta semana y yo estaré orando por ustedes. Y sigamos orando por todos aquellos que fueron afectados por los incendios y por todos los que los están ayudando.

Al terminar esta columna, me estoy preparando para la celebración de nuestras mañanitas en la Catedral, para la gran fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Y estoy reflexionando en las hermosas palabras que ella le dirigió a San Juan Diego:

“No se turbe tu corazón. … ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y protección? … ¿Qué otra cosa necesitas?”.

Le pido a Nuestra Santísima Madre que, en su tierno amor, nos ayude a todos a oír y escuchar la pequeña voz susurrante de Dios en estos días posteriores a los incendios. VN

 

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